Pretendía escribir las cosas más bonitas esta noche, escribir, por ejemplo, que estaba enamorado del amor, de la vida, de las más pequeñas cosas. Pero he cambiado de idea. Puede que tal vez, quizá, estas palabras sean las más vagas y reflexivas, las más extrañas hasta ahora. Puede incluso que sean las más airadas. ¿Verdaderas? No tiene por qué ser así. A veces los más pequeños detalles, lejos de ayudar, perjudican. Yo qué sé, una palabra indirecta, ni tan siquiera dirigidas a ti, porque claro, ya te han utilizado lo suficiente, ya no vale la pena. Oye, pero lo aceptas con resignación y hasta con un punto de bondad porque supones que alguien habrá logrado sacar algo bueno, beneficioso. Y yo, ME ALEGRO. Con rabia, pero me alegro. Un día te pones a ver cómo las acículas de aquel tejo están tan impasibles que hasta puedes observar cómo un pequeño pajarito se apoya en una de sus ramas. No hace viento, no hay frío ni calor, un confort térmico fantástico. Por la noche montas en tren, subes una sierra y al bajar te encuentras la noche y un paisaje iluminado con nubes increíbles y una luna tan gris como redonda. Piensas en lo hecho hasta ese momento y pretendes ¿engañarte? Y decir: caray, qué bien todo, ¿no? Mentira. Algunas cosas son mentiras. No es misión mía decir en qué miento o en qué estoy siendo veraz. Pero ahora me acuerdo de un montón de cosas. Quizá quiera desviar la atención, más, sólo pretendo disfrazar o subyugar las palabras que tanto daño hacen a veces, y otras te hacen sonreír, eliminarte e ilusionarte.
Recuerdo que tendría unos veintidós años. La correspondencia con ella era copiosa. Oh, sí, esta puede que sea otra historia de amor/desamor más. Espera al final, y piensa si en verdad es así. Ya no abro los sobres de las cartas ciegas que me escribió. Ciento cincuenta y tres cartas en todo un año. Llegaban casi atropelladas, las historias se cruzaban. Lo más bonito de todo eran las cartas pequeñas, esas que podían llegar durante tres o cuatro días seguidos tan sólo con una frase, un párrafo muy corto, pero que me llenaba absolutamente. “¿Eres de verdad?” me preguntaba a veces, “Oh, qué maravilloso eres”, “anoche he soñado que estábamos juntos…”, “Sí, claro que me atrevo, me quedo contigo”. Estaba loca por mí, y yo, también por ella, no lo negaré, pero mis actos eran más calculados. No le mandé tantas cartas como ella a mí. Me tenía tan abrumado y sorprendido que iba un poco contra remolque. Cuando me dijo que me quería, estúpido de mí, sólo alcancé a decirle: “Vaya, gracias”. ¿Puede haber una respuesta peor? Lo dudo. Pero poco a poco me fui soltando, ya que mi corazón estaba agarrotado porque era un ser asilvestrado. Me agasajaba de una forma tan maravillosa, que me acostumbró a ser un hedonista de mis sentimientos. Se desvivió, pero tenía una vida per se, era capaz de ser independiente y al mismo tiempo pensar en mí. Sus cartas más largas olían a su perfume: Jean Paul Gautier. Nunca jamás podré olvidar ese perfume. Aún ahora la recuerdo en otras mujeres tan sólo por ese olor. Me escribía en prosa, en verso, en canciones de artistas que me encantaban. Pero sobre todo lo que más hacíamos eran planes. Millones de planes:
“Cuando estemos juntos por fin, cogeremos un avión y nos plantaremos en Sevilla, pasearemos a orillas del Gualdalquivir, allí haremos el amor a la luz de la luna y las estrellas y la noche durará toda una vida… Y luego nos iremos a la última fila del cine, nos cogeremos de las manos, estaremos tan juntos, que seremos uno, apoyaré mi cabeza en ti, y tú me abrazarás, en una escena de amor nos besaremos y cuando llore por una escena triste, tú me consolarás y me secarás mis lágrimas… Iremos a la playa y allí veremos las estrellas, tocarás la guitarra para mí, cantaremos, bailaremos y nos sobrará la alegría que regalaremos en besos…Me descubrirás la vida tal y como se comporta en tu mundo, me harás feliz, muy feliz tan sólo con tu alegría, lograrás extinguir mi lóbrega existencia”. En total, 489 hojas en todas esas cartas. Un bosque de palabras sin fin. Mis actos eran, si se quiere, fríos, puede que calculados, con poca pasión, pero a fe que la amaba… a mi manera. También le escribí cartas, no tan pasionales, pero muy románticas. Creo que he sido siempre más romántico que sexual y por eso se me ha estigmatizado y se me ha puesto como alguien frío. Nada más lejos.
Había un programa radiofónico nocturno en que las personas llamaban, dejaban mensajes en el contestador, o mandaban cartas y contaban algunas pequeñas historias, pedían consejos de diversa índole, muchos, no nos engañemos, relacionados con asuntos del amor y de pareja. Me gustaba porque era una forma de aprendizaje de la vida con la experiencia de otras personas. Pero en aquel entonces era la mejor forma de escuchar las grandes baladas de los Beatles. Pues bien, esa era nuestra alcoba. Yo escribía en clave para ella y le dedicaba canciones. Los dos teníamos pseudónimos: “De Yaren a Kenya”, y le dedicaba canciones como “Dime que me quieres” de Los lunes, “Kissing a fool” de George Michael, “Angie” de Rolling Stones, “The way you look tonight” de Sinatra, “Hotel California” de “Eagles” canciones de Calamaro, Sabina, Elvis Prestley (“You’re always on my mind”)… pero sobre todo, principalmente, nuestra canción por excelencia: “And I love her” de Beatles. Cada vez que llegaba una carta a la radio, sabía que ella me estaría escribiendo cartas cortas, cartas grandes, cartas con dibujos, pequeñas obras de arte, cualquier cosa que pudiera expulsar de si para demostrarme que su amor era sincero e incondicional. Qué suerte tenía.
Pero como llegó, un día se marchó. Dejó de llamar a mi puerta. Las cartas desaparecieron, entonces yo, desesperado, saqué toda mi pasión a relucir para intentar buscarla y encontrarla. Imposible. ¿Por qué ocurren esas cosas? ¿Capricho? ¿Puerilidad? El caso es que tanto amor, tantas cosas de repente, me resultaba extraño, pero caray, lo llegué a aceptar. Un año da para mucho, incluso para acostumbrarte y hacerte a la idea de que eso es verdad aunque realmente viviésemos a 117 kilómetros, que no era nada. Vivíamos en un sueño continuo. Me engañó y lo que es peor, ya no se volverían a producir esos encuentros furtivos, cuando me llamaba por teléfono un miércoles cualquiera a las cinco de la tarde para que cogiera un autobús y me plantase en su ciudad y hacer las locuras propias de los enamorados. No deseo contar los entresijos de la historia. Duele. El caso es que nunca más volví a abrir esas cartas. Las tengo por ahí guardadas, supongo que como una colección, como algo para reconfortarme, que alguien me quiso… o que lo pretendió por lo menos, pero que las circunstancias o la lejanía le pudieron. Nunca olvidaré la noche en la que hicimos el amor, cuerpo a cuerpo, la batalla se libró a cara de perro.
La frialdad de la lejanía en el tiempo y en el espacio te da diferentes perspectivas de las cosas. Uno se llega a sentir por momentos un cruel egoísta que languidece por obtener la luz del sol propia de las heliófilas torpedeando la competencia de otras plantas. Es complejo, no te creas. No es fácil esperar quince años a que algo cambie y que nunca suceda, que al final sólo acabes albergando una falsa y estúpida ilusión con 38 años de edad. Que en ese mismo programa de radio que siempre recuerda a esos dos tontos con pseudónimos, aún esperas que ella aparezca. Crees que ella se está perdiendo todo, que al lado de ese amigo suyo con el que se acuesta no va a ser ni la mitad de feliz que lo fue contigo, porque tampoco ha soñado. O quizá sí, puedo que sea mucho mejor… pero amigo mío, el orgullo es grande y no deseas saborear la derrota por nada del mundo, aunque en el fondo sabes que te has caído con todo el equipo, que tu derrota ha sido por goleada, que nunca jamás volverás a ver sus ojos azules oscuros como el mar.
Se rompen las costumbres como si se fracturara un hueso. Y como tal, duele. Ya nadie te avisa a las diez de la mañana para ir al “Andros” para tomar un café, fumar los dos cigarrillos de rigor y arreglar el mundo, hablar del último partido del Madrid y no dejar de banalizar con los conceptos que nos son más ajenos. Todo se rompe y en esa mesa que compartiste con esa persona durante años, sólo estás tú, nadie más. ¿Qué te queda después? La ambivalencia de dos cosas imposibles de explicar con sencillez, te obcecas en formular leyes que expliquen esa situación. Infieres cosas, haces hipótesis. Te sumerges en retrospectivas y vives lejos del mundo actual, en el de antes al menos sentías el calor cercano de quien te necesitaba. Y ahora la ves escribiendo sus artículos en la revista de moda. Su último artículo, “De Guatemala pasando por Sevilla”, cogió el órgano situado en el interior de la caja torácica y lo rompió en veinte mil pedazos. Cada vez que leo algo suyo mensualmente, esos miles de trozos se hacen más y más finos, y después de tantos años, se cuentan por billones. Qué tonto de mí, ¿verdad? Sigo enamorado de aquella noche en Madrid, de aquellos paseos por Chueca, de aquella cafetería bohemia en la que nos tomamos un té moruno. ¿Por qué Madrid? ¿Por qué entonces? ¿Por qué esto sí parece una historia más de desamor contemporánea? ¿Por qué al intentar esbozar algo sobre la vida misma, al final, siempre acabo recordando a su cantante favorito, Damien Rice? La odio. Esa es la verdad. La odio con todo mi ser. La odio tanto porque en verdad la amo y el hecho de que yo para ella haya sido sólo una distracción me consume en esta habitación de hospital, donde intento plasmar miles de ideas, y todas convergen en ella: Kenya.
No hay comentarios:
Publicar un comentario