Aquel lugar me era familiar, me sonaba de algo. Mis diez años contemplaban con asombro que los árboles ya no eran tan altos como antes, que su verdor había cambiado. Giraba sobre mi mismo y al mirar al suelo había más distancia. “¡Qué vértigo!”, pensé. Me fui a un columpio y no sé por qué, no cabía en él. ¿Acaso el mundo había menguado? Me importó poco, la verdad. Me incrusté en el columpio como pude y comencé a mecerme con la ayuda de mis pies y sentía como el artefacto se movía más de lo habitual. Caray, ¿Era posible que tanto hubiera engordado? Cerré los ojos y sonreía con el placer del vaivén. De repente, me cansé. Salí del columpio y me dirigí a comprarme un helado de cucurucho de vainilla. El heladero era casi tan enano como yo, me reí de él y me miró de arriba abajo con estupor. Pero yo sólo quería un helado.
Caminaba lamiendo mi cucurucho y me crucé con unos niños diminutos. Me asusté. Era un grupo de unos cinco o seis y todos parecían más pequeños de lo normal. No le di importancia. Veía a personas con un aparato extraño en sus orejas que sujetaban con la mano. Otros tenían otros artefactos introducidos en sus orejas que colgaban de unos hilos negros. Las ropas y peinados que llevaban algunos era de lo más extraña. ¿Cómo es que hace quince minutos no me había percatado de semejante cosas? Algo ocurría, más, no le di mayor importancia. Me fui a la plaza del parque donde solían estar mis amigos para jugar al fútbol. Quería ponerme de portero, como siempre. Cuando llegué, volví a ver a los niños más menguados de lo normal. Entre el vértigo de mis andares y lo menguado de los niños me sentía un poco como Gulliver. Le pregunté a aquellos niños que si podía ponerme entre las dos palmeras del parque que hacían las veces de portería, pero me rechazaron porque “eres muy grande, te las pararías todas”. ¿Yo grande? Pero si sólo tenía diez años. No entendía nada. Aquel mundo era raro y comencé a llorar. Los niños me miraban curiosos. Cabizbajo me fui.
Llegué a lo que parecía ser la calle donde vivía. Pero estaba tan cambiado. Era como si de repente estuviera en el futuro. Reconocí mi calle por el edificio de enfrente, pero todo estaba diferente. El gran aparcamiento había desaparecido y en su lugar había una especie de plaza. El asfalto era más nuevo, había otros edificios remozados. Atemorizado y triste fui camino de mi casa. Piqué en la puerta. Nadie salió. Volví a llamar y una señora me abrió.
-¿Qué quiere?
-¿Está mamá?
-¿Mamá?
-Sí, mis padres viven aquí.
-Lo siento, señor, está equivocado. No le conozco de nada.
Miré detrás de mí pero no vi ningún señor. Me fui sollozante. De repente, me topé con un hombre triste, casi lloroso. Me era familiar. Me acerqué a él y cuando estaba cerca, me di un golpe en la cabeza. Cuando me repuse volví a mirar y ví que ese señor estaba haciendo los mismos gestos que yo. Cuando fui a tocarlo con la mano descubrí que era… ¡Un espejo!
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