Ella no me buscó, yo no la encontré (2 de 3)

…Cuando nos fuimos a dar cuenta, eran las diez de la noche y ni habíamos cenado. Le hice un sándwich de jamón y queso mientras continuamos hablando de forma afable y riéndonos de todo. Posteriormente nos jugamos a suertes qué grupo íbamos a poner después de cenar para cantar y/o bailar. Como ganó ella, eligió poner Génesis. Yo lo interpreté como una clara apuesta de cara a cercenar mis ilusiones. Con el joven Phil Collins y compañía no podíamos bailar, apenas si podíamos acercarnos. Daba igual, no dejaba de mirarla a los ojos. Estaba deseando besarla. Cuando acabó el disco de Génesis, cogí la mini cadena y puse un poco de música de cantautor (Serrat, Sabina, Ismael Serrano…) y comenzamos a leer citas de libros o escritos que nos gustaran. Prosa, verso, novela o ensayo, daba igual, la magia de las palabras fluía por doquier con nuestras voces.

 

No obstante, quería intentar llevar la conversación al punto en que nos habíamos encontrado en el aquel parque de fines de octubre, cuando nos arropamos con el abrigo cálido de la compañía mutua, agasajada además por un buen montón de flirteos encubiertos. Pero resultó imposible. Ella no cedía terreno y mi batalla estaba siendo derrotada con estrépito. Yo caía preso de sus manos que ni me buscaron siquiera, que ni me sentían, que estaban tan cerca y tan lejos al mismo tiempo. La madrugada nos cogió cantando al unísono “Ya eyaculé” de Sabina y el poema cantado por Serrat “Palabras para Julia”. A eso de las cinco y media de la mañana decidimos irnos a la cama. Yo le dije que durmiera en la que yo me solía quedar, y que yo dormiría en la otra habitación, ya que mi compañero de piso ese fin de semana se había ido a su pueblo.

 

Quería hacer realidad los sueños que había tenido de estar a su lado, el sueño de haberla podido abrazar, de darle un beso, de que mi torpeza no ganara a mis sentimientos. Pero como era de prever, no fui capaz, no sólo de mirarla a los ojos y querer darle un beso, sino de darle un abrazo al irnos cada uno a nuestras dos esquinas, yo en la luna, ella en una galaxia muy, muy lejana a la mía. Y pensar que la tuve a unos escasos tres metros. Y pensar que jamás había imaginado ese momento. Al apagarse las luces sentí que algo había fallado en mi plan desprovisto de guión, orden o concierto. Ella no me dio las buenas noches, no me encontró, y yo, siempre cobarde, no la busqué. Tenía que haberla dicho allí mismo que la amaba en silencio. Ella se fue a la cama y yo a ese vasto océano sin agua, lleno de la sed que me había dado el estar con ella como si fuera mi cómplice.

 

Me desperté antes de tiempo con un profundo sentimiento de tristeza. Me fui a su habitación y la observé durante varios minutos mientras abrazaba su almohada. Era yo, y no la almohada, lo que debía estar abrazando. Estaba tan bella así, como con los ojos abiertos de par en par. Me sentía como alguien con sentido común y cabeza en la Alemania de principios del siglo XX mientras invadía Polonia. Sabía que esa no era mi guerra, que no tenía derecho alguno con ella. No, ella no me buscó y yo no supe encontrarla. Tenía a la mujer que amaba en mi casa y no podía hacer ni decir nada para demostrarle que me tenía obcecado y lleno de fantasías a su lado… (continuará)

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