Revolución de Marzo (VIII Parte)


El crep de la felicidad
Yo y sólo yo sé qué significa el diente de león. Quise arrancarlo de allí y llevármelo, quise abrazarlo y besarlo en un acto que nadie entendería pero al verlo, me dio fuerzas y me levanté gimiendo de dolor y seguí  caminando pero pronto, aproximadamente 500 metros más adelante que fueron aproximadamente como cuarenta y cinco minutos después, comencé a ver borroso. Volví a arrodillarme en un charco. Ya no había nada. Ahí me quedé. ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Diez minutos, toda una vida? Llovió, salió el sol, nevó y vino una ventisca. Pasó de todo y yo no me di cuenta de absolutamente nada. De repente sentí una mano que cogía mi pesada mochila y me levantaba casi mi cuerpo inerte. Era una mujer mayor, sexagenaria, con el pelo blanco y los ojos claros. Comenzó a hablarme en francés y cuando alcé la vista, vi un coche parado en el arcén. La mujer llevó mi mochila al coche. Pensé: “Llévate esa mochila al infierno”. Volvió y me puso mi mano en su hombro, cojeando por las heridas me sentó en la parte trasera del coche que era conducido por un señor. Me preguntaron a dónde me dirigía y yo balbuceé con un fino hilo de voz: “San Jaint…” El hombre, que chapurreaba algo de español, me dijo que me llevaría al médico, que me daría un café. La mujer me dio una bolsa que yo rechacé pero ella insistió. No sabía que era pero su gesto me conmovió. El hombre me preguntó dónde dejarme. Yo le dije que me dejara en la iglesia. Yo casi no podía abrir los ojos de la fatiga. Gemía de dolor pero casi ni podía porque hasta respirar me costaba. Creo que en apenas cinco minutos llegamos. Yo les dije que sí, que tenía dinero, que les invitaría a lo que ellos quisieran e insistí hasta en cuatro ocasiones. Ellos me miraron con ternura. Bajo la chaqueta de cuero, el chándal roto y sucio, y una barba desaliñada, vieron a un niño indefenso. Cogí a la mujer y la abracé con la escasa fuerza de la que era capaz, le di un beso en la frente y me emocioné. Al hombre le di un apretón de manos fuerte y le dije que por favor aceptasen mi dinero, pero no quiso. El insistía en que fuera al médico pero yo me negué. Zozobrando cuan barco en una tormenta, anduve.

En Saint Jean me dirigí hacia el albergue que estaba cerca de la iglesia. Al decir verdad en ese pueblo había numerosos albergues para los peregrinos. Encontré un banco. Me quité las botas y los calcetines. Me recosté y sólo me levanté cuando sentí algo detrás de mí. Era una mujer. Me estaba tomando varias fotos mientras estaba semi-dormido. La miré y me sonrió. La saludé con el pesar de mi fatiga y se dirigió al banco donde me recostaba.
-Ella: Hola, que tal
-Yo: Cansado pero…vivo
-Ella: ¿Es bueno?
-Yo: Es mejor que bueno -dije dejando escapar un suspiro y ella se sentó junto a mí en aquel pequeño banco-.
-Ella: ¿De dónde vienes?
-Yo: De muy lejos
-Ella: ¿De Santiago?
-Yo: No, caminando desde Ochagavía y antes desde…el sur.
-Ella: Uuh, que misterioso.
Sonreí tímidamente.

-Ella: ¿Y Y qué hacías aquí recostado, esperabas a que abriera algún albergue?
-Yo: Sí
-Ella: No te van a dejar hacer noche si no eres peregrino y no tienes la credencial.
-Yo: Vaya… ¿Y qué puedo hacer?
-Ella: Puedes a ir a la oficina de información pero si lo que deseas es dormir, si quieres puedes quedarte en mi casa. La estoy pintando y está un poco patas arriba pero está bien.
-Yo: Vaya….no sé qué decir…no sé….
Sonrió. Era una mujer que debía rondar los 40 años, flaca, desgarbada, con gafas, pelo desordenado y cara frágil. Sus ojos manifestaban bondad.

-Ella: Si quieres vienes a mi casa, te invito a un te, descansas y luego decides si te quedas o no, ¿Qué te parece?
-Yo: Vale –dije sonriendo-
Ella vivía casi al final de la Rue Citadella. Entré en aquella casa de película. Pese al olor a pintura y cierto desorden la casita era encantadora. El suelo era de madera y se respiraba un aire bohemio.

-Yo. Oye, no sé, si está tu marido o tu familia, no quiero molestar.
-Ella. Vivo sola -dijo sonriendo-.
Dejé mi morral en la puerta de la casa. Ella me dijo que la esperase en el sofá. Mientras me hacía el té. Me sentía como si estuviera viviendo algo precioso. Sentía una gratitud infinita por estar allí y poder conocer a alguien. En aquel sofá eché un ojo a la casita repleta de fotos, de emblemas de todo tipo y un caos atractivo. Al cabo de un rato llegó. Se había quitado los pantalones para ponerse una falda que le llegaba por las rodillas. Se había recogido el pelo de forma que se le adivinaba una belleza inadvertida antes.

-Ella: No me habías dicho tu nombre… ¿Cómo te llamas?
Miré al suelo y le dije el mismo nombre falso que había utilizado durante todo el trayecto.
-Ella: Yo me llamo Cristina.

-Yo: Encantado y gracias por el té –sorbí un poco y noté que le faltaba el azúcar. Ella se había sentado muy cera y no dejaba de observarme con curiosidad. Cuando alcé la cabeza ella amortiguó el aire entre los dos y se pegó a mi, levantándose entonces la falda y dejando ver sus muslos. Suspiré y agaché la cabeza. Notaba su respiración en la nuca mientras rehuía mirarla. De nuevo me vine a la cabeza la mujer que me tenía obnubilado y eclipsado. Su imagen se instaló en lo alto de mi cabeza. Yo no quería eso. Yo quería vivir lo que fuera sin atarme a nadie. Cerré los ojos mientras casi sentía s aliento. Dejé escapar un hondo suspiro y me atreví decir:

-Yo: Le falta azúcar.
-Ella: ¿Qué?
-Yo: Al té…que….le falta azúcar…
Nos miramos. Miré a la taza de te y ella copió la mirada. Volvimos a mirarnos….y ella se levantó. Me llevé las manos a la cara incrédulo. Mi cabeza decía: “Adelante”! En aquel momento sentía la dictadura de la razón que pensaba que ella me daría  algo que la otra mujer no me daría. El amor unidireccional no significa que tengas que esperar y guardar. Un manual perfecto de acciones revolucionarias del amor. “Lo haré”, me dije. Al cabo de un minuto ella volvió con el azúcar que vertí sobre la taza y que luego removí. Ella se volvió a acercar a mí. Yo la miré con los ojos más fríos y carentes de sentimientos que jamás he recordado. Ella se acercó para besarme, entonces volví a mirar a la taza de te. Primero vi la luz reflejada en el mismo y enseguida vi su rostro llenar la taza. Durante un minuto estuve ausente. Aquel minuto duró tres semanas, un millón de palabras, duró lo que dura un sueño vital eterno y efímero al mismo tiempo. Me vino su imagen y con ella, todas y cada una de las cosas que sabía de ella.
De repente Cristina, ajena a mi revuelo interno, comenzó a besarme esa parte de mi cuerpo que, si alguien toca en el momento perfecto, es señal de batalla, de guerra, de cuerpo a cuerpo en las trincheras de las sábanas o de cualquier lugar en el que los dos yazcamos. Cerré los ojos y no hacía más que venirme su imagen a la cabeza….todas sus palabras, todo….suspiré tan profundamente que sentí como llegaba a lo más hondo de mi ser. Haciendo uso de las pocas fuerzas que tenía y sabiendo el dolor físico que iba a tener, me levanté súbitamente.

-Yo: Cristina…yo….ehmmm….no puedo, no puedo.
Caminé hacia la puerta y cogí mi morral. La miré de soslayo. Ella me llamó dos veces por el nombre que yo le había dicho y antes de atravesar la puerta la miré y le dije:
-Yo: Ese a quien llamas….no soy yo.

Salí de su casa y comenzó a llover. Bajé por la Rua Citadella y volví al banco donde me encontré a Cristina. Permanecí impertérrito pero al mismo tiempo desconcertado un tiempo que no pude ni contabilizar. Cuando salí de mi atonía abrí la bolsa que me había dado la sexagenaria del coche que me rescató. Contenía algún tipo de fiambre, no sabía si era lomo ahumado o jamón o una mezcla de ambas pero era lo más sabroso que había probado desde hacía tiempo, claro que en mi estado, creo que hasta el pan duro me había supuesto un manjar (esto último, no es cierto, pan duro, no es manjar).

Cuando pensaba en Sain Jean pensaba: “Ojala pudiera vivir en ese pueblo algún tiempo”. Y ya os digo yo que tengáis cuidado con lo que deseáis. Fui a la oficina de información para saber dónde podría dormir esa noche. Ni yo hablaba francés ni la señora sabía español así que nuestra conversación fue de lo más divertida, claro, aunque yo no hable su idioma, mi cara es internacional y políglota. Soy capaz de decir cualquier cosa si me lo propusiera (claro, ahora me recordará mis amigos que viajaron conmigo a Marruecos que fui incapaz de pedir una botella de agua a unos nativos de las montañas marroquíes que hablaban bereber….pero no me jodas!!!!). Bueno, la señora me vino a decir que si no era peregrino, no podía quedarme en ningún albergue, pero es que además me dijo que no había transporte que fuera a España. Y yo, que ante lo malas noticias me lo tomo con humor pensé: “Ea, mira, ahora me voy a convertir en ciudadano francés, creo que me voy a tomar unas vacaciones de España”. Y pese a que al principio a la señora no le hizo ni pizca de gracia que yo no fuera peregrino y que fuera a pedir “asilo” nocturno, al final acabamos entre sonrisas y picándonos los ojos. Algunos no saben que yo con las sexagenarias tengo muy buen feeling. Luego vine a pensar que si supiera francés, en Francia las mujeres me amarían mucho, muchísimo, pero claro, bastante tengo con intentar hablar bien el inglés y aprender a tocar la guitarra como para meterme con el francés…

Me fui a la oficina de información y allí me dijeron que había un hotel muy barato: Hotel Compostella, y me dijeron que sí, que pasaba una guagua, pero que además había tren y yo pensé: ¡¡GENIAL!! Pedí información cerca de hospedajes y la buena señorita me preguntó: “Quieres dormir en un lugar pagando o gratis”, a lo que yo le contesté atónito: “¡¡¿¿Gratis??!!, ella, que no entendía mi atonía me dijo: “Sí, gratis”. Entonces puse una de esas caras muy mías que vienen a decir muchas cosas y nada al mismo tiempo. Fui al hotel que me recomendó la muchacha…¡¡Qué experiencia!! Nadie se podrá imaginar lo que en ese pueblo se entiende por hotel….u hotel barato, claro. No había timbre, sino una especie de mano de pomo que tenías que mover para tocar a la puerta. Hacerlo me pareció de lo más bonito que había hecho en tiempo. Me abrió un señor que estaba hablando con otra mujer (sexagenaria y….sí, no me quitaba ojo). Ellos hablaban en francés y yo no entendía nada. Me dejaron esperando con mi morral y mis heridas en los pies y mi fatiga extrema y yo, como siempre, a mal tiempo, buena cara: “Pues nada, todo será esperar a que se de cuenta”, esto pensaba mientras que en realidad mascullaba en voz bajas incoherencias que ni yo mismo logro recordar. El hombre me enseñó la habitación. Eran dos camas, suelo de madera. En realidad era una casona que parecía haber estado habitada hacía muchas décadas por una gran familia y que había sido acomodada como hospedaje. Me pareció super original pero por la noche…por la noche fue otro cantar. La oscuridad y el hecho de que nadie hubiera allí comenzó a darme miedo y pensé para mi mismo de nuevo: “Pero vamos a ver tío, ¿qué sabes de ese señor? ¿Y si sales del baño y aparece en medio de la oscuridad como puedes estar seguro de que no te va a dar un infarto o algo peor?” Vamos, cogí una gran paranoia hasta que le dije a mi razón que bajara al suelo para controlar al chico timorato que en ocasiones muy contadas a lo largo de mi vida ha aparecido: “Va, venga, ya pasó, ea-ea-ea” me dije a mi mismo.

Antes de mis paranoias absurdas pasé la tarde en Saint Jean y la verdad, pese al dolor, no pudo ser mejor. Recuperado de mi fatiga e hidratado suficientemente comencé a caminar por el pueblo, por la Rue de la’Spagna, la Rue de la Citadella, lo más bonito de ese pueblo, lo recorrí de arriba abajo y me sentí super feliz. Fui a la estación de trenes y decidí que mi regreso sería en tren por Bayona y Hendaya para entrar por el Topo (un tren) y llegar a Madrid ese mismo día. Hacía tantos años que no viajaba en tren que el pensarlo me hacía aún más feliz. Pero quizás el mejor momento llegó cuando entré a una crepería llamada Kuka, un lugar precioso. Lo atendía una amable señora que parecía sacada de la película Amelie, con sus dos hijos ya casi adolescentes. Me pedí un crep con chocolate y frambuesa y de fondo comenzó a sonar… “Por una cabeza” versionada por Calamaro en vivo y claro, no voy a decir a quién me recordó porque ya es demasiado obvio. Luego siguió Calamaro y yo, llevado por aquel arrebato bohemio comencé a escribir. Estaba en una crepería, en una mesa para dos, al lado de la ventana que daba al puente que unía la Rua de la’Spagna con la de la Citadella y el río La Niva. Creo que ese fue mi momento más especial en el pueblo. Observaba el sitio y creía que todo el sufrimiento, que todo lo pensado, que todo, absolutamente todo, había valido la pena. Comenzó una noche Alicante y finalizó seis días después en Francia, en una crepería, con Calamaro cantando en un concierto en Donosti.

Entendí al final de esta historia lo que el destino quería decirme, que yo era frágil cuando aparecía alguien que me enamoraba con hechos y palabras pero que si eso no se materializa de alguna manera, si se queda en un proyecto, la realidad de las cosas sigue siendo la soledad y la mirada altruista de quien se aparta de la vida sentimental para dedicarse a su crecimiento o envejecimiento personal. No es tan material, ni da tanto calor, no te da besos ni nada de eso, pero al menos dedicas tu vida a algo y sientes que a dónde llegues, será por ti, aunque desees compartirlo, si alguien no está o no quiere, no desperdicies los dones y virtudes que te hacen ser un hombre espectacular, como el que eres…Y bueno, si aún hay algún valiente que se pregunte si la historia ya acabó, la respuesta es… (continuará)

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