El
crep de la felicidad
Yo y sólo yo sé qué significa el diente de león. Quise arrancarlo de
allí y llevármelo, quise abrazarlo y besarlo en un acto que nadie entendería
pero al verlo, me dio fuerzas y me levanté gimiendo de dolor y seguí caminando pero pronto, aproximadamente 500
metros más adelante que fueron aproximadamente como cuarenta y cinco minutos
después, comencé a ver borroso. Volví a arrodillarme en un charco. Ya no había
nada. Ahí me quedé. ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Diez minutos, toda una vida? Llovió,
salió el sol, nevó y vino una ventisca. Pasó de todo y yo no me di cuenta de
absolutamente nada. De repente sentí una mano que cogía mi pesada mochila y me
levantaba casi mi cuerpo inerte. Era una mujer mayor, sexagenaria, con el pelo
blanco y los ojos claros. Comenzó a hablarme en francés y cuando alcé la vista,
vi un coche parado en el arcén. La mujer llevó mi mochila al coche. Pensé:
“Llévate esa mochila al infierno”. Volvió y me puso mi mano en su hombro,
cojeando por las heridas me sentó en la parte trasera del coche que era
conducido por un señor. Me preguntaron a dónde me dirigía y yo balbuceé con un
fino hilo de voz: “San Jaint…” El hombre, que chapurreaba algo de español, me
dijo que me llevaría al médico, que me daría un café. La mujer me dio una bolsa
que yo rechacé pero ella insistió. No sabía que era pero su gesto me conmovió.
El hombre me preguntó dónde dejarme. Yo le dije que me dejara en la iglesia. Yo
casi no podía abrir los ojos de la fatiga. Gemía de dolor pero casi ni podía
porque hasta respirar me costaba. Creo que en apenas cinco minutos llegamos. Yo
les dije que sí, que tenía dinero, que les invitaría a lo que ellos quisieran e
insistí hasta en cuatro ocasiones. Ellos me miraron con ternura. Bajo la
chaqueta de cuero, el chándal roto y sucio, y una barba desaliñada, vieron a un
niño indefenso. Cogí a la mujer y la abracé con la escasa fuerza de la que era
capaz, le di un beso en la frente y me emocioné. Al hombre le di un apretón de
manos fuerte y le dije que por favor aceptasen mi dinero, pero no quiso. El
insistía en que fuera al médico pero yo me negué. Zozobrando cuan barco en una
tormenta, anduve.
En Saint Jean me dirigí hacia el albergue que estaba cerca de la
iglesia. Al decir verdad en ese pueblo había numerosos albergues para los
peregrinos. Encontré un banco. Me quité las botas y los calcetines. Me recosté
y sólo me levanté cuando sentí algo detrás de mí. Era una mujer. Me estaba
tomando varias fotos mientras estaba semi-dormido. La miré y me sonrió. La
saludé con el pesar de mi fatiga y se dirigió al banco donde me recostaba.
-Ella: Hola, que tal
-Yo: Cansado pero…vivo
-Ella: ¿Es bueno?
-Yo: Es mejor que bueno -dije dejando escapar un suspiro y ella se
sentó junto a mí en aquel pequeño banco-.
-Ella: ¿De dónde vienes?
-Yo: De muy lejos
-Ella: ¿De Santiago?
-Yo: No, caminando desde Ochagavía y antes desde…el sur.
-Ella: Uuh, que misterioso.
Sonreí tímidamente.
-Ella: ¿Y Y qué hacías aquí recostado, esperabas a que abriera algún
albergue?
-Yo: Sí
-Ella: No te van a dejar hacer noche si no eres peregrino y no tienes
la credencial.
-Yo: Vaya… ¿Y qué puedo hacer?
-Ella: Puedes a ir a la oficina de información pero si lo que deseas
es dormir, si quieres puedes quedarte en mi casa. La estoy pintando y está un
poco patas arriba pero está bien.
-Yo: Vaya….no sé qué decir…no sé….
Sonrió. Era una mujer que debía rondar los 40 años, flaca, desgarbada,
con gafas, pelo desordenado y cara frágil. Sus ojos manifestaban bondad.
-Ella: Si quieres vienes a mi casa, te invito a un te, descansas y
luego decides si te quedas o no, ¿Qué te parece?
-Yo: Vale –dije sonriendo-
Ella vivía casi al final de la Rue Citadella. Entré en aquella casa de
película. Pese al olor a pintura y cierto desorden la casita era encantadora. El
suelo era de madera y se respiraba un aire bohemio.
-Yo. Oye, no sé, si está tu marido o tu familia, no quiero molestar.
-Ella. Vivo sola -dijo sonriendo-.
Dejé mi morral en la puerta de la casa. Ella me dijo que la esperase
en el sofá. Mientras me hacía el té. Me sentía como si estuviera viviendo algo
precioso. Sentía una gratitud infinita por estar allí y poder conocer a
alguien. En aquel sofá eché un ojo a la casita repleta de fotos, de emblemas de
todo tipo y un caos atractivo. Al cabo de un rato llegó. Se había quitado los
pantalones para ponerse una falda que le llegaba por las rodillas. Se había
recogido el pelo de forma que se le adivinaba una belleza inadvertida antes.
-Ella: No me habías dicho tu nombre… ¿Cómo te llamas?
Miré al suelo y le dije el mismo nombre falso que había utilizado durante
todo el trayecto.
-Ella: Yo me llamo Cristina.
-Yo: Encantado y gracias por el té –sorbí un poco y noté que le
faltaba el azúcar. Ella se había sentado muy cera y no dejaba de observarme con
curiosidad. Cuando alcé la cabeza ella amortiguó el aire entre los dos y se
pegó a mi, levantándose entonces la falda y dejando ver sus muslos. Suspiré y
agaché la cabeza. Notaba su respiración en la nuca mientras rehuía mirarla. De
nuevo me vine a la cabeza la mujer que me tenía obnubilado y eclipsado. Su
imagen se instaló en lo alto de mi cabeza. Yo no quería eso. Yo quería vivir lo
que fuera sin atarme a nadie. Cerré los ojos mientras casi sentía s aliento. Dejé
escapar un hondo suspiro y me atreví decir:
-Yo: Le falta azúcar.
-Ella: ¿Qué?
-Yo: Al té…que….le falta azúcar…
Nos miramos. Miré a la taza de te y ella copió la mirada. Volvimos a
mirarnos….y ella se levantó. Me llevé las manos a la cara incrédulo. Mi cabeza
decía: “Adelante”! En aquel momento sentía la dictadura de la razón que pensaba
que ella me daría algo que la otra mujer
no me daría. El amor unidireccional no significa que tengas que esperar y
guardar. Un manual perfecto de acciones revolucionarias del amor. “Lo haré”, me
dije. Al cabo de un minuto ella volvió con el azúcar que vertí sobre la taza y
que luego removí. Ella se volvió a acercar a mí. Yo la miré con los ojos más
fríos y carentes de sentimientos que jamás he recordado. Ella se acercó para
besarme, entonces volví a mirar a la taza de te. Primero vi la luz reflejada en
el mismo y enseguida vi su rostro llenar la taza. Durante un minuto estuve
ausente. Aquel minuto duró tres semanas, un millón de palabras, duró lo que dura
un sueño vital eterno y efímero al mismo tiempo. Me vino su imagen y con ella,
todas y cada una de las cosas que sabía de ella.
De repente Cristina, ajena a mi revuelo interno, comenzó a besarme esa
parte de mi cuerpo que, si alguien toca en el momento perfecto, es señal de
batalla, de guerra, de cuerpo a cuerpo en las trincheras de las sábanas o de
cualquier lugar en el que los dos yazcamos. Cerré los ojos y no hacía más que
venirme su imagen a la cabeza….todas sus palabras, todo….suspiré tan
profundamente que sentí como llegaba a lo más hondo de mi ser. Haciendo uso de
las pocas fuerzas que tenía y sabiendo el dolor físico que iba a tener, me
levanté súbitamente.
-Yo: Cristina…yo….ehmmm….no puedo, no puedo.
Caminé hacia la puerta y cogí mi morral. La miré de soslayo. Ella me
llamó dos veces por el nombre que yo le había dicho y antes de atravesar la
puerta la miré y le dije:
-Yo: Ese a quien llamas….no soy yo.
Salí de su casa y comenzó a llover. Bajé por la Rua Citadella y volví
al banco donde me encontré a Cristina. Permanecí impertérrito pero al mismo
tiempo desconcertado un tiempo que no pude ni contabilizar. Cuando salí de mi
atonía abrí la bolsa que me había dado la sexagenaria del coche que me rescató.
Contenía algún tipo de fiambre, no sabía si era lomo ahumado o jamón o una
mezcla de ambas pero era lo más sabroso que había probado desde hacía tiempo,
claro que en mi estado, creo que hasta el pan duro me había supuesto un manjar
(esto último, no es cierto, pan duro, no es manjar).
Cuando pensaba en Sain Jean pensaba: “Ojala pudiera vivir en ese
pueblo algún tiempo”. Y ya os digo yo que tengáis cuidado con lo que deseáis.
Fui a la oficina de información para saber dónde podría dormir esa noche. Ni yo
hablaba francés ni la señora sabía español así que nuestra conversación fue de
lo más divertida, claro, aunque yo no hable su idioma, mi cara es internacional
y políglota. Soy capaz de decir cualquier cosa si me lo propusiera (claro,
ahora me recordará mis amigos que viajaron conmigo a Marruecos que fui incapaz
de pedir una botella de agua a unos nativos de las montañas marroquíes que
hablaban bereber….pero no me jodas!!!!). Bueno, la señora me vino a decir que
si no era peregrino, no podía quedarme en ningún albergue, pero es que además
me dijo que no había transporte que fuera a España. Y yo, que ante lo malas
noticias me lo tomo con humor pensé: “Ea, mira, ahora me voy a convertir en
ciudadano francés, creo que me voy a tomar unas vacaciones de España”. Y pese a
que al principio a la señora no le hizo ni pizca de gracia que yo no fuera
peregrino y que fuera a pedir “asilo” nocturno, al final acabamos entre
sonrisas y picándonos los ojos. Algunos no saben que yo con las sexagenarias
tengo muy buen feeling. Luego vine a pensar que si supiera francés, en Francia
las mujeres me amarían mucho, muchísimo, pero claro, bastante tengo con
intentar hablar bien el inglés y aprender a tocar la guitarra como para meterme
con el francés…
Me fui a la oficina de información y allí me dijeron que había un
hotel muy barato: Hotel Compostella, y me dijeron que sí, que pasaba una
guagua, pero que además había tren y yo pensé: ¡¡GENIAL!! Pedí información
cerca de hospedajes y la buena señorita me preguntó: “Quieres dormir en un
lugar pagando o gratis”, a lo que yo le contesté atónito: “¡¡¿¿Gratis??!!,
ella, que no entendía mi atonía me dijo: “Sí, gratis”. Entonces puse una de
esas caras muy mías que vienen a decir muchas cosas y nada al mismo tiempo. Fui
al hotel que me recomendó la muchacha…¡¡Qué experiencia!! Nadie se podrá
imaginar lo que en ese pueblo se entiende por hotel….u hotel barato, claro. No
había timbre, sino una especie de mano de pomo que tenías que mover para tocar
a la puerta. Hacerlo me pareció de lo más bonito que había hecho en tiempo. Me
abrió un señor que estaba hablando con otra mujer (sexagenaria y….sí, no me
quitaba ojo). Ellos hablaban en francés y yo no entendía nada. Me dejaron
esperando con mi morral y mis heridas en los pies y mi fatiga extrema y yo,
como siempre, a mal tiempo, buena cara: “Pues nada, todo será esperar a que se
de cuenta”, esto pensaba mientras que en realidad mascullaba en voz bajas
incoherencias que ni yo mismo logro recordar. El hombre me enseñó la
habitación. Eran dos camas, suelo de madera. En realidad era una casona que
parecía haber estado habitada hacía muchas décadas por una gran familia y que
había sido acomodada como hospedaje. Me pareció super original pero por la
noche…por la noche fue otro cantar. La oscuridad y el hecho de que nadie
hubiera allí comenzó a darme miedo y pensé para mi mismo de nuevo: “Pero vamos
a ver tío, ¿qué sabes de ese señor? ¿Y si sales del baño y aparece en medio de
la oscuridad como puedes estar seguro de que no te va a dar un infarto o algo
peor?” Vamos, cogí una gran paranoia hasta que le dije a mi razón que bajara al
suelo para controlar al chico timorato que en ocasiones muy contadas a lo largo
de mi vida ha aparecido: “Va, venga, ya pasó, ea-ea-ea” me dije a mi mismo.
Antes de mis paranoias absurdas pasé la tarde en Saint Jean y la
verdad, pese al dolor, no pudo ser mejor. Recuperado de mi fatiga e hidratado
suficientemente comencé a caminar por el pueblo, por la Rue de la’Spagna, la
Rue de la Citadella, lo más bonito de ese pueblo, lo recorrí de arriba abajo y
me sentí super feliz. Fui a la estación de trenes y decidí que mi regreso sería
en tren por Bayona y Hendaya para entrar por el Topo (un tren) y llegar a
Madrid ese mismo día. Hacía tantos años que no viajaba en tren que el pensarlo
me hacía aún más feliz. Pero quizás el mejor momento llegó cuando entré a una
crepería llamada Kuka, un lugar precioso. Lo atendía una amable señora que
parecía sacada de la película Amelie, con sus dos hijos ya casi adolescentes.
Me pedí un crep con chocolate y frambuesa y de fondo comenzó a sonar… “Por una
cabeza” versionada por Calamaro en vivo y claro, no voy a decir a quién me
recordó porque ya es demasiado obvio. Luego siguió Calamaro y yo, llevado por
aquel arrebato bohemio comencé a escribir. Estaba en una crepería, en una mesa
para dos, al lado de la ventana que daba al puente que unía la Rua de la’Spagna
con la de la Citadella y el río La Niva. Creo que ese fue mi momento más
especial en el pueblo. Observaba el sitio y creía que todo el sufrimiento, que
todo lo pensado, que todo, absolutamente todo, había valido la pena. Comenzó
una noche Alicante y finalizó seis días después en Francia, en una crepería,
con Calamaro cantando en un concierto en Donosti.
Entendí al final de esta historia lo que el destino quería decirme,
que yo era frágil cuando aparecía alguien que me enamoraba con hechos y
palabras pero que si eso no se materializa de alguna manera, si se queda en un
proyecto, la realidad de las cosas sigue siendo la soledad y la mirada altruista
de quien se aparta de la vida sentimental para dedicarse a su crecimiento o
envejecimiento personal. No es tan material, ni da tanto calor, no te da besos
ni nada de eso, pero al menos dedicas tu vida a algo y sientes que a dónde
llegues, será por ti, aunque desees compartirlo, si alguien no está o no
quiere, no desperdicies los dones y virtudes que te hacen ser un hombre
espectacular, como el que eres…Y bueno, si aún hay algún valiente que se
pregunte si la historia ya acabó, la respuesta es… (continuará)
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