Desencantos
y desencuentros
La noche en el hotel fue infame. Me acosté pronto pero enseguida fui a
comprobar que aquel lugar me haría más mal, que bien. Sólo tenía una especie de
mantel como “abrigo” y nada más. Huelga a decir que pasé una noche de perros,
pues aparte del frío, la humedad se colaba por cada rincón. Mi inestimable
chaqueta de cuero fue mi salvavidas casi puntualmente me despertaba cada dos
horas hasta que a las siete de la mañana no aguanté más y, venciendo al frío y
al dolor, me levanté, Al rato apareció un hombre con chapela y con un híbrido
de tono vasco pero acento francés me preguntó si iba a Roncesvalles, yo le dije
que no que iría a Irún o Donostia., Le dije que yo no era un peregrino. Él me
contestó: “Ah, vas a hacer el camino del norte!” Ante mi incredulidad no le
quise quitar de su error y le afirmé con resignación pese a que le había dicho
que iba a coger un tren. Habiéndole dicho ambas cosas se despidió diciéndome
“ánimo al peregrino”. El camino de Santiago es algo indeleble a este pueblo.
Aunque yo dijera repetidas veces que no era peregrino, casi todos se empeñaron
en hacerme peregrino y no pude evitar sentirme un farsante pero no por haber
mentido que a San Juan no lo hice, sino que era más bien que allí no se
imaginaban otro tipo de caminantes que no fueran peregrinos.
Cuando salí a la calle seguía lloviendo, igual que cuando comenzó a
las cinco de la tarde del día anterior. Me fui a la estación de tren y compré
mi billete a Bayona primero, y Hendaya después. Allí tendría que coger un tren
llamado “El topo”. Hacía casi tres años justos que no montaba en tren Quien me
conoce sabe de mi amor por este medio de transporte. Estaba esperando en la
estación de Saint Jean escuchando “La pluie” de Zaz y veía las montañas de
fondo. Sentí nostalgia porque lo que viví fue algo que en mis escritos más
personales tendrán todo tipo de detalles. Había pensado que sería fabuloso
coger un tren y plantarme en Praga o buscar un camino o un sendero que
atravesase toda la campiña francesa y que llegara hasta Los Alpes. Lo pensé sin
mucho detenimiento sin sopesar nada. Mientras veía el billete a Hendaya y me
observaba a mi mismo escribiendo estas palabras, con boina, chaqueta y una
mochila repleta de ilusiones, no podía evitar emocionarme. Me hubiese encantado
que alguien grabase aquella escena y que mis pensamientos salieran de mi cabeza
y llenaran toda la pequeña estación. Estaba convencido de que cuando al día
siguiente llegara a Alicante me iba a arrepentir de no haber seguido más al
norte pero el chico responsable y cuerdo había decidido que era hora de volver.
Lamentaba no saber cuándo volvería a sentirme tan especial, pero sin apuros, en
aquel momento lo dediqué a no pensar, sino a sentir lo que el bucólico paisaje
me gritaba sin palabras.
¿Qué iba más lento, el tren por su vía, la lluvia cayendo, el
divagante trayecto de las nubes por las montañas o la melodía de Joe Purdy “I
love the rain most”? Había tal coordinación, era tan perfecto que sabía que en
cualquier momento se rompería esa armonía. El tren me enamoró y me congratuló
con todo. Era un tren pequeñísimo, moderno, un solo vagón, asientos azules
acolchados y calefacción. Cuando el tren llegó a Ortzaiza-Arosa (St. Martín de
Arrosa) pensé que seguía viviendo en un cuento y necesitaba que no acabara, que
el tiempo fuera despacito como el tren. Oh Dios, tenía los pelos de punta. Eran
tan precioso lo que veía como lo que sentía. Y pensaba más: “¿Y ahora qué,
Lyon, París…Praga, por qué no? Mi yo viajero campaba a sus anchas en el tren y
quería dejarlo salir porque hacía mucho tiempo que estaba guardado. Nadie me
esperaba, sólo muchas horas delante de un PC haciendo informes, trabajos y una
investigación que se había convertido en tan irrelevante como insulsa. ¡Al
carajo las obligaciones! Mi cara por primera vez en mucho tiempo no podía
expresar nada porque sólo quería captar la esencia de cada cosa, tanto del
paisaje como de mi mismo y el futuro…ya lo veremos Me sentía libre y desnudo de
todo cuanto me ataba y el ignorancia de no saber las últimas declaraciones del
político de turno o las últimas noticias me hacían aún más libre porque no me
sentía intoxicado, ni indignado, ni impotente. Allí no estaba más que mi propia
historia entre un cielo de nubles de prados verdes y montañas.
Algo se rompió cuando llegué a Bayona. Sentí que algo se moría con un
frío tal que más parecía que estaba apareciéndose un ectoplasma. El tren con
destino Hendaya era de los clásicos. En ese momento fue cuando desperté del
sueño. Debía regresar. El por qué es fácil. A diferencia del tren con origen
Saint Jean Pied de Port, a diferencia del hotel, de la crepería y de casi todos
los lugares por donde fui o anduve, este último tren estaba lleno de gente. En
los anteriores lugares había estado casi completamente solo. De ahí, lo obvio
de mi regreso. De repente sentí una mezcla entre miedo, resignación, tristeza y
desencanto. No es que sintiera todo eso, sino que habría que inventar un
sentimiento que reuniera todos esos ingredientes.
Cuando el teléfono móvil revivió al entrar a España por Hendaya, recibí
dos mensajes, uno de mi amigo de Cartagena, el otro de mi hermana. Echaba en
falta un mensaje de ella. Al principio me sentí triste, pensé en lo fácil que
le había resultado obviarme y no decirme nada cuando una semana antes no podía
pasar ni medio día sin contarme alguna cosa. Le pedí a mi razón que lo
explicara y le pusiera coherencia a todo este asunto. Diez minutos más tarde,
la tristeza dio paso a resignación y cierta sensación de pena. Pude seguir. Los
planes una vez cambiaron y desistí de ir a Madrid para pasar en Bilbao una
noche con mi amiga “Azul” que me estaría esperando con los brazos abiertos.
Tuve que esperar dos eternas horas, creo que fue más llevadoras dos horas de
dolor físico de pateo que dos horas esperando en los andenes de guaguas de
Donosti. Hacía frío pero no tanto como para sentir aquella gélida sensación.
Tenía la sensación de que el tiempo “invertido” (y no lo digo en términos
económicos) pensando en ella o que el haber estado alejado no había supuesto
nada para ella, que no me estaba echando de menos. Objetivamente sí, ¿cómo
alguien me va a echar de menos sin apenas conocerme? Pero con el corazón y las
palabras en el corazón, sí que pasamos tres semanas que hicieron que, al menos
para mí, fuera importante. Al cerrar los ojos podía volver a verme en las
montañas, caminando en solitario por aquellos prados, feliz por estar allí y
feliz por tener en alguien en quien pensar, alguien que me motivase a pensar
románticamente. Sin embargo, había algo que yo me resistía a creer pero que
pensé. En realidad allá arriba estaba totalmente solo. Quizás mi hermana, o mi
amigo de Cartagena pudieran estar muy pendientes de mí, pero en realidad estaba
solo aunque pensara en ella y viera señales por todas partes…ella, no estuvo en
cada paso. Y no lo estuvo, porque su corazón estaba con otro. Eso me dio pena y
me bajó de la nube. Y tocaba Bilbao, de nuevo, con amiga “Azul”, en el final
del viaje… (continuará)
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