La cara bonita del caminante

Desperté a las siete y a las siete y media cogí mi morral, bien
abrigado y comencé a andar hacia Escároz, a dos kilómetros de Ochagavía. Este
pueblo es precioso, es un encanto, si no hubiera ido a contrarreloj, lo hubiera
disfrutado. Quería hacer el trayecto de 37,5 kilómetros en diez horas y tenía
que llegar a las cinco y media de la tarde, para ello debía ser consistente.
Estaba super ilusionado aunque en los primeros kilómetros me dije: “Ojalá
estuviera mi amigo Dani aquí (de
Cartagena), o amigo “teach” al que también llamé, ojalá estuviera amigo
“hypericum”, éste último el único capaz de hacer cosas incluso más locas que
yo, pero sobre todo ojalá estuviera ella…algún día” Y los fui imaginando a
todos y cada uno. Pero una vez hube dejado los sentimentalismos, comencé a
subir hacia el siguiente pueblo: Jaurrieta. Este sitio también es famoso por su
belleza y la tiene bien ganada, pues es realmente precioso. Cinco kilómetros
separaban a Escároz de Jaurrieta, sin embargo, mi llegada a Jaurrieta no estuvo
exenta de peligros. Estaba lloviendo ligeramente, el suelo estaba muy mojado y
donde no lo estaba, había nieve, así que tuve que andar por carretera y quien
es caminante sabe lo fatal que es eso para los pies. Así todo había un pequeño
trozo de prado que lograba recortar la carretera y que ascendía. Y claro, no lo
pude resistir y comencé a subir por allí. El suelo estaba totalmente encharcado,
casi podía ver cómo se producía la descomposición de la materia. En algunos
lugares no me quedó más remedio que pisar la nieve que me hundió hasta por
encima de los tobillos, pero lo peor estaba aún por llegar. Cuando estaba a
poco acabar, la cuesta se empinó más y la única solución para salir de allí
era transitar por la nieve que acababa en una curva. Comencé a ascender pero en
un momento determinado, al pisar, más de la mitad de mi cuerpo se hundió bajo
la nieve. No me podía creer lo que había hecho, una imprudencia indigna de mí.
Gritando del esfuerzo, del dolor por el frío, y sujetándome a lo único que
podía que eran unas zarzas con espinas, logré salir de aquel hoyo gritando de
dolor. Aún no había acabado el suplicio porque la nieve ocultaba un desagüe.
Tuve que arrastrarme por la nieve y coger unas ramas secas que hicieron de
cuerdas improvisadas para salir de allí. Lo hice gritando, dolorido,
tembloroso, gimiendo, jadeando y lleno de frío. Cuando reinicié la andadura me
di cuenta de que mi chaqueta se había caído. Tuve que volver a por ella y me
maldije un millón de veces. En aquella zanja donde había caído se había
quedado. Al ir a buscarla resbalé con la nieve y caí de boca, pero mi chaqueta
amortiguo el golpe. Tan sólo diez centímetros más adelante amenazaba una piedra
que, de haber seguido, me la había tragado por completo. Con mucha pena, logré
salir de allí y poco más tarde, llegué a Jaurrieta.
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Había completado los
primeros siete kilómetros en hora y media, algo que no estaba nada mal. Comencé
a descender el valle y volví a subir, esta vez un puerto de montaña, Rendimia de
1040 metros. Aún no sentía nada, sólo ganas de seguir. En aquel trayecto hacia
lo desconocido y la aventura de no saber dónde dormiría esa noche, me acordé de
McCandless en “Into the wild”, o en “Viajes de motocicletas” del Ché Guevara,
me inspiraba en ellos pero sobre todo en Román Morales, quien a finales de los
80 había recorrido durante tres años toda Latinoamérica en su búsqueda del sur.
Después de coronar aquel puerto el paisaje era abrumadoramente bello, sentía
como si estuviera en los verdes prados de Irlanda o en la campiña inglesa,
recordaba películas como “Posdata Te Quiero” donde el amor había surgido en un
pateo similar al mío. Fue entonces cuando comencé a reírme a carcajadas. Era
feliz, muy feliz. Había recorrido más de 900 kilómetros y no contento con ello
me había inventado un trayecto sin venir a cuento y estaba viendo unos paisajes
bucólicos excelsos. Fue allí, en aquellos prados cuando me sentí feliz y recordé
los momentos en los últimos meses y en el último año donde había dicho “soy
feliz”. Entendí allí, caminando con el esplendor de un sol que sólo él mismo es
capaz de ver e iluminarse, que ya no tenía miedo a la palabra felicidad, que ya
sabía que era la felicidad y que yo mismo era capaz de encontrarla por mi mismo
sin necesidad de nadie más. Sólo, allí, abracé a la naturaleza que era la única
que me acogía con su amor infinito, con su belleza y su dureza y su
salvajismo. No podría narrar con
palabras lo feliz que fui…
Kilómetros más tarde, en concreto a falta 26
kilómetros para el final, por fin encontré a alguien en el camino. Era un
hombre de unos cincuenta años. Se llamaba Ángel. Yo le di mi nombre “falso” que
la chica me puso. Era un hombre feliz y yo, también y así comenzamos a hablar:
-Ángel: Aupa pues! De donde vienes majo?
-Yo: Hola!, vengo de Ochagavía.
-Ángel: ¿De Ochagavía hasta aquí?
-Ángel: Pero, ¿vienes solo?
-Ángel: Ay va la hostia, qué me dices! Pero tú de dónde eres?
-Yo: Pues yo soy de Canarias, pero ahora mismo vengo desde Alicante,
que es donde vivo
-Ángel: Ay va, nunca he estao allí. Sí que te has venido lejos.
-Yo: Y usted, ¿de dónde es?
-Ángel: Pues yo soy de Jaurrieta
-Yo: ¿Y qué tal todo por aquí?
-Ángel: Muy bien, te has venido justo en el mejor momento, porque hace
un par de semanas había al menos metro y medio de nieve.
-Yo: ¡No me joda! Qué guay!
-Ángel: Claro!, de donde vienes verás poca nieve!
-Yo: Pero, estas nevadas son habituales por aquí?
-Ángel: Hombre, hacía ya unos años que no nevaba así, pero la verdad
es que sí, por aquí es normal que nieve de esa forma, lo que pasa es que nos
habíamos malacostumbrado (JÓDETE IPCC –esto es cosecha propia-)
-Yo: ¿Y estuvieron atrapados por la nieve?
-Ángel: Hombre, no, lo típico, con la quitanieve enseguida ya estaba
todo solucionado pero claro, cubrió los cultivos y fue bastante impresionante.
-Ángel: Pero cuéntame, ¿A dónde vas?
-Yo: Pues…Quiero llegar a Roncesvalles.
-Ángel: Pero, ¿caminando y sin que te lleve nadie?
-Ángel: Pues te queda aún mucho, ¿eh? Mira, ahora enseguida vas a
llegar a la Abaurregaina Alta, que es el pueblo más alto de Navarra.
-Ángel: No, que va, apenas vas a tener que subir nada, luego ya bajas.
-Yo: ¿Cuántos puertos aún tengo que subir?
-Ángel: Pues yo creo que duro, duro, uno, porque al llegar a Aribe,
tienes que desviarte a la izquierda para no subir otro puerto.
-Ángel: ¿Y vas a caminar todo el día? ¿Tienes comida o vas a descansar
para comer?
-Yo: Sí, he calculado que en diez horas llegaría, claro, siempre y
cuando no haga descanso.
-Ángel: ¿Pero no comerás?
-Yo: Claro, comeré pero lo haré mientras camino porque si no, llegaré
de noche y además no tengo donde hospedarme y no sé cómo será eso.
-Ángel: ¡Qué valor, majo! ¡Qué cojones tienes!
-Yo: Bueno Ángel, ha sido un placer pero tengo que seguir el camino.
Muchas gracias por la conversación, se me cuida mucho, ¿eh? Y tenga cuidado.
-Ángel: Y tú también ten cuidado, mucho ánimo, majo, y disfruta y
recuerda esto cuando bajes hasta tu tierra…
Nos despedimos y poco después llegué a la Abauregaina Alta. A partir
de entonces esta historia se escribe de otra forma….(continuará)
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