Pi - Tres catorce (Soy más difícil que fácil)


Toco-toc. Llaman a la puerta. ¿Quién es? No hay nadie. Me refiero a que por la noche me dejo la imaginación por intentar navegar por otro invento. Creo que ya inventé todos los “Érase una vez…”, ya protagonicé todos los momentos tiernos, la cara buena y amable del amor. Creo que quemé la mecha de los sentimientos.

Ya no me sale llorar por quien ya cercenó y desconectó los órganos vitales. No me sale compadecerme por nada porque lo veo todo fruto de la madurez: normal, natural. Sin embargo, veo y noto las sensaciones de los demás, esas cosas bonitas, esos descubrimientos que yo ya hice. Siento envidia porque quisiera cambiar esta frialdad, este ectoplasma que mata cualquier posibilidad de magia.

Se esfuma a gran velocidad. Como un viaje en tren donde pasas tan rápido que la belleza se esfuma, se escapa o se acaba cuando el tren ya llega a la estación. Y tienes que volver a recomenzar. Pero has visto tantas cosas en ese viaje, que otro paso no descubrirá bellezas y magias. Ya has leído los versos más bonitos de aquella noche. Leíste las cartas de amor secretas de Neruda, la pasión más profunda y honda. Ya viviste en la vehemencia del amor que te llevó a correr y recorrer toda una ciudad por buscar a la única chica que en el desierto te hacía sentir lleno de agua. Raptaste a una mujer para mostrarle tan sólo tres palabras pintadas en la pared secreta de tu habitación: “No te olvidaré”. Empuñaste un arma con intención de matar a otro ser humano sólo porque estabas enajenado de esa cosa pequeña e inexplicable cosa llamada amor.

Has hecho todo. Has entregado casi todas las vidas que un ser humano puede tener. Te has reinventado una y muchas veces. Y te encuentras aquí y ahora, viendo como todos los demás sienten esas cosas especiales que creías a pies juntillas que era la base de la vida. Moribundo, taciturno, casi desalmado, intentas captar un poco de calor. Pero estás a una latitud muy alta, donde sólo cabe el frío, el sol no calienta lo suficiente o a veces está completamente oscuro durante mucho tiempo. En ese iglú me encuentro ahora mismo. A veces feliz, otra muy desdichado pero siempre patrocinado por una alta dama con muchas arrugas e inexpresiva llamada Resignación.

Y te reafirmas. Claro que te reafirmas en ti mismo. ¿Hay otra opción? ¿Sí? ¿Cuál? ¿Robar un beso? ¿Plantarte en un lugar “X” para ver a esa persona especial? ¿O tal vez simplemente confesarle y decirle: No me gustas, me encantas? ¿Decirle a alguien que tiene novio o está casada que lo deje y se vaya conmigo? ¿O incluso actúas más puerilmente y escribes una carta con tus sentimientos? Da igual.

Sabes perfectamente que aunque lo desees con todas tus fuerzas, ella esquivará tu beso, ella no se dé ni cuenta de que estás en ese lugar por ella, tu confesión tendrá como respuesta un rechazo, ella no dejará a su marido y tu carta no tendrá ni respuesta. Es un ciclo.Ya compraste todos tus cupones de lotería. Ganaste varias veces y gastaste a espuertas los pingues beneficios. Ahora estás solo.

En verdad sigo perdido. Aquí, en Alicante, sigo perdido, intentando reafirmar mi nueva identidad que no me creo, porque tampoco creía la que tenía en Tenerife. Soy un barco a la deriva que a poco zozobra. Cada vez poseo menos habilidades sociales, las mujeres me ponen nervioso, no me siento capaz a veces ni de salir de mi habitación y descubro que albergo sentimientos feos –odio o envidia- y equivocados –falso amor o desconfianza-. Me pregunto ¿En qué momento me he desnaturalizado y he pasado a ser alguien que ya no conozco? ¿Hasta dónde llegará este bucle en la que la Geografía me ha captado perniciosamente? Desespero y no sólo no tengo respuestas propias o ajenas, sino que las ajenas son los típicos ungüentos o frases hechas; y mis paliativos consisten en terapias de choque. Al final nada funciona porque no hay equilibrio. Falta equilibrio. Sigo siendo medio hombre, medio ser. Cada vez soy menos original, menos brillante. Cada vez que me enfermo estoy totalmente solo. Cuando me falta la respiración no hay nadie cogiéndome la mano. Cuando me duele algo nadie me consuela. Cuando lloro no sé a quién llamar. No me vale cualquiera y fenezco con esa lapidaria frase de “mejor sólo que mal acompañado”. Prefiero que nadie sepa de mí que sentir que me quejo, sentir que estoy proyectando mis frustraciones hacia los demás. Y yo sé el camino hacia el que me dirijo. Es como si el libro de esta cosa llamada vida me susurrara cada vez las cosas que van a suceder y que no sólo no me sorprenda, sino que las sensaciones –buenas o malas- sean matizadas…porque ya sabía de antemano lo que iba a pasar. Hace tiempo que nadie sorprende a mi corazón.(...) Y no. No me quejo. Y no, tampoco me compadezco. Todos suelen juzgar, prejuzgar, etiquetar. Encuentro que casi nadie mira al cielo con esperanza como la miro yo...

La libertad da miedo. Sí, es contradictorio pero es así. Al menos esa es la realidad para quienes llevan toda una vida atado al compromiso del amor, proyectando y esperando que su destino lo marque el corazón enamorado de otra persona. Cuando tienes la carta de libertad porque no estás enamorado, porque nadie te enamora o gusta de ti, eres libre para hacer lo que desees. Esa libertad puede llegar a ser horripilante, porque se asocia a otras enfermedades como la soledad, la resignación, la inseguridad, el miedo. Y cada persona, cada circunstancia, es un mundo. Mi circunstancia, mi planeta, está a cientos de miles de millones de años luz de lo que puede resultar siquiera convencional (…) Hace siglos que nadie quiere soñar viendo las estrellas sin que tras de si haya malos entendidos. El simple y mero hecho idílico, romántico de imbricarse, yuxtaponerse y descubrir esos planetas donde falta luz. 

Confesión:
Lo que quiero es amar, tener una mujer a quien amar, que ella me quiera, que haya magia, un mundo de colores, lleno de frases, pensamientos especiales, conversaciones totales, risas, cosquillas, sexo, besos, miradas, bailes que cercenen distancias, regalos originales, escrutar milimétricamente nuestros cuerpos, viajes a la acera de enfrente, inventar nuevas sensaciones. Sé que si tuviera eso mi vida cambiaría totalmente, lo cambiaría todo. Pero igualmente sé que ella no es cualquiera, porque yo tampoco soy cualquiera. No hay quien cumpla mis expectativas, y quien las cumple… Quiero enamorarme, pero no hallo a nadie que me sorprenda de una manera que despierte sentimientos románticos en mí. De eso hace ya cierto tiempo, tengo poca costumbre en esas y esta vacuidad se está tornando en un pozo lóbrego. Y finalmente pienso que mis preocupaciones son tan pobres, banales e insulsas, tan poco importantes frente a otros, que acabo sintiendo cierto desprecio por mi mismo por sentir cosas tan sencillas y tan poco originales. ¿Quién se quedó con mi esencia? Si alguien la ve, y la reconoce, díganle por favor, que me la devuelva.

Este no es un texto de complejos ni de autoayuda


Me quiero, claro que me quiero. Pero mi forma de querer es extraña. No puedo decir que se indulgente conmigo mismo, pero claro que me quiero. Una de los mayores juicios que he tenido que escuchar hacia mi persona es que era “pesimista”. Aunque en cierta forma lo fui, si lo veo con perspectiva y en retrospectiva, creo que eran tan sólo las circunstancias. Pero crecí y me estanqué en aquellos felices veinte años (…)

Hoy día me encuentro envuelto en una quimera. Cada día, casi cada hora, prácticamente cada minuto lucho con todas mis fuerzas por buscar mi lugar en el mundo, por no tener que regresar al lugar donde quedaron mis más funestos recuerdos. No deseo tener que pasar por un lugar y que me sobrevengan los recuerdos. Alimentarme sólo de recuerdos. Eso no es sano para mí.

Por otra parte, el otro día, en ese corto espacio y trayecto desde el aula hasta mi habitación pensé que sin pasado no soy yo. Que mirar el futuro como si fuera ya mismo, o dentro de dos minutos, seis o veinticuatro horas, sin esas miradas, no creo que pueda ser yo. No, un presente o un futuro en exclusividad no hace mejorar la situación.

La solución es bastante simple. Sencillísima. Pero no depende de mí. Yaaa, ya lo sé. Me repito y la verdad es que no me gusta nada tener que andar de nuevo sobre el mismo tema. Si lograr rescatar esa idea de encontrar a la persona que me haga sentir un ser humano entero y no sólo una mitad sin mitad. Estoy aquí para comenzar otro plan de vida, pero a veces ni yo mismo me lo creo.

Creo que a estas alturas podría decir que en cierta forma he superado lo sucedido con mi última novia. No creo que fuese capaz de volver con ella, no porque no la quiera, -que la querré siempre- sino porque ni una, ni miles de palabras, ni nada que me contase paliaría un ápice de los segundos, de los millones y billones de segundos de sufrimiento que he tenido y sigo teniendo por su silencio y mi miedo a tocar su burbuja y romper mi fino cristal. Obviamente nunca obtendré una explicación –aunque sueñe con ello- y nunca acabará esta historia para mí, pero al menos puedo seguir, como otros han podido seguir diariamente sin mí. A estas alturas, al menos para mí, la vida consiste en luchar lo que sepas que puedes luchar, y aceptar con cierta resignación lo que no depende de ti (aunque intentes abrirte camino por aquello del orgullo personal)

Pero en este lugar donde intento buscar mi lugar en el mundo lejos de Canarias, tengo complejos. Aunque de puertas afuera diga que todo va bien, que no me arrepiento de haber tomado la decisión, que es un sueño, que enaltezco mi propio ego por tener lo que hay que tener para abandonar las islas que ya me tenían repetido en sus cromos, las cosas no son tan claras.

He adquirido complejos que a veces me hunden, otras me parte, y muchas veces me motivan. Complejo principalmente de no ser lo suficientemente inteligente para estudiar lo que estoy estudiando, para optar a estar en un proyecto de investigación y convertirme en un loco científico que se alegra de lo que de normal y común nadie se alegraría como romper viejas tesis que todo el mundo cree resabidas, o paisajes en un vaso lleno de bucolismo, o poder tener la ocasión de descubrir cómo hacer una fórmulas que nadie entendería para comprender lo que muchos tampoco alcanzarían del todo a entender su ciencia o su utilidad –aunque sí las tengan-. Con esas cosas he llegado a emocionarme. Reconozco que tengo otro complejo: soy un yonki de mi ciencia, un vicioso del estudio, de la investigación, de pasarme literalmente, treinta horas seguidas sin dormir, sin descansar, tras recorrer seiscientos o setecientos kilómetros, patear por sierras, pasando frío y con el corazón pequeño para albergar tantas gratas y buenas emociones, y tras eso, llegar y tener agallas para sentarme en un ordenador y seguir trabajando hasta que llegar a la cama y estar tan roto de cansancio, que sencillamente tener que cerrar los ojos para dormir al menos unas cinco horas para seguir hasta que el cuerpo o la mente aguante. Sólo por la satisfacción de hacer algo que es lo único que me da vida, porque no existe nadie, ninguna persona que cada día esté a mi lado despertando en mí sentimientos de amor que anhelo.

En realidad me estoy convirtiendo en un ser que sólo concibe leer artículos, aprender y aprehender todo lo posible para que ese complejo quede superado. Ese complejo esta última semana se ha acentuado tras escuchar críticas feroces de quienes te tienen que motivar. Entonces me vuelvo a replantear y me pregunto: y si lo mío no es la investigación –y puesto que en eso del amor y seguir los pasos que dictan la sociedad se me da tan rematadamente mal-, entonces, ¿para qué seguir en este mundo? Entonces surge el complejo de que, en días normales, no sirvo para nada porque nadie me llama, ni me escribe, ni me necesita o echa de menos. Y si no puedo trabajar, investigar, si llego a sentirme ignorante, entonces el día está perdido.

Tendría que pensar profusamente para encontrar a alguien que haya conocido capaz de dar el corazón, el alma, dejarse todo para poder aspirar a ser inteligente, para encontrar un hueco en las ciencias sociales, tan jacobinas y cartesianas a veces, que no permite ondulaciones o plegamientos en tus razones.

En particular estos días más en concreto, desde hace una semana creo haber pasado la primera gran crisis en esta universidad. Nadie, absolutamente nadie ha estado ahí porque aunque alguien me ha llamado, alguien me ha mandado un mensaje, el tiempo es un papel de vital importancia para el resto. Y al parecer la reciprocidad y la empatía es algo a lo que no se llega o no se alcanza. Con días tan largos como de unas treinta horas, tiempo siempre acabo teniendo. Pero por paradójico que parezca, otras personas sin tantas ocupaciones objetivamente, no tienen tanto tiempo para mí. Y nadie se ha molestado en preguntar y…dado que poco a poco estoy siendo un espejo opaco y fútil, no es de extrañar nada.

Yo no quiero dedicarme a la investigación en mis ratos de ocio, quiero sentirme vivo al descubrir las cosas que he descubierto este año, quiero sentir esta pasión ya que mi vida no está orientada al amor, al menos quiero que mi corazón se lo quede la Geografía, los Riesgos. Pero a veces siento que es la ciencia la que, cuan mujer, me da calabazas. Yo sé que no soy ingeniero, que no tengo las capacidades matemáticas de esa titulación, sé que disto mucho de ser un erudito de la fitología y de otras ciencias muy alejadas de la social, pero no soy inválido, sé que puedo, sólo necesito tiempo y respeto por mi trabajo. Y estas últimas semanas he sentido como se me ha faltado el respeto por ser geógrafo. ¡¡Soy Geógrafo!! Lo repetiré más claro y llano: ¡¡¡¡SOY GEÓGRAFO!!!! Y estoy muy orgulloso de serlo. Y aunque un geólogo o un físico se empeñe en creer que soy menos que él por ser geógrafo, no lo soy. La inteligencia es relativa, y hay mucho de vulgar, pero sobre todo hay mucho de mediocridad en quien no respeta tu trabajo, tu trayectoria, quien te cree menos por ser geógrafo, por ser de Canarias….¡que lo he vivido y escuchado!

Y soy frágil. Claro que lo soy. ¿Quién no lo es estando absolutamente solo y dándose ánimos a si mismo sin contar a diario con alguien que te diga: ¡Venga, vamos, tú puedes, confío en ti y me siento orgulloso! Tengo amigos. No digo esto para hacerlos de menos o para reclamarles. No es mi intención aunque suene, de verdad no es mi intención. Cuando llegue a Tenerife el día 21 de diciembre sé que sólo tendré que descolgar el teléfono para ver a una persona cada día y sentirme feliz y dichoso. No es ese el caso. El caso es que reparto mis ánimos entre mis amigos que son muy autosuficientes o que tienen sus propias vidas. Tipos de personas que saben que pueden contar conmigo cuando me necesitan. Pero a cambio el precio que yo les pido es elevado, es estar cada día. Y ese caso no se da. Tengo dos opciones, adaptarme, aceptarlos y seguir queriéndolos, o defenestrarlos. Lo último me hará sentir hastío y resentimiento, algo que no deseo. Lo primero, que es lo que hago, me hace más fuerte, hace que me dé ánimos, que avance, aunque yerre muchas veces. Hace que explique el por qué me quiero muchísimo, que soy el que más quiere a Will. Es como si alguien saliera de mi mismo y dijera: “Ey, Will, está bien. Está todo bien, me siento cada día orgulloso de ti, no pasa nada, ven a mi hombro, te doy un abrazo, una caricia, y una palabra de ánimo”. Esto que parece extraño es lo que ha venido sucediendo estos tres meses, sobre todo en estas últimas semanas en donde la soledad se está convirtiendo en insondable al casarse con el agotamiento mental.

Los complejos pueden ayudar. Este camino puede dejarme en el mismo sitio del que salí hace ya más de tres meses. A veces parece que fue ayer, otras parece que ha pasado tres años. Los complejos sirven si eres lo suficientemente maduro en lo sentimental, como para seguir avanzando en tu aprendizaje, no en el intelectual, hablo del humano, del diario, del que tengo mucho, muchísimo que aprender. Y ese también es un complejo que me afano en corregir. Y no, con estas palabras tampoco quiero dar a entender que soy un ególatra, egocéntrico, egotismo o en general, ensalzar mi ego. Cuento los hechos físicos y no físicos, lo que veo a través de mis ojos y lo que ven mis ciegos sentimientos, que gracias a su invidencia, han logrado afinar otros sentidos y pueden moverse en un mundo muy, muy salvaje. Ya lo decía Cat Stevens…

Un hogar y una foto

A propósito de una foto y el rescate de viejos y bellos hábitos...

Grises

En un fino alambre, a veces me sujeto fuerte, otras caigo irremediablemente.
Cuando has vivido tanto que sabes bien lo que va a ocurrir si llegas al final del camino
Encuentras mar sin agua. Piscinas vacías

Ni negro, ni blanco, ni todo lo contrario


Cuando no tienes nada mejor que decir, no sabes acabar cada frase...

Cuando no tienes nada mejor que decir no sabes qué palabras esbozar de puertas hacia fuera. No salen las frases y lo que es peor, no sale tampoco en un papel, da igual si escrito en puño y letra o en digital...

Cuando no tienes nada mejor que decir, aunque lo desees, no escribes o piensas cosas brillantes, ni metáforas, ni parábolas, ni ejemplos bellos y lindos de todo lo que sucede o no sucede en tu quehacer diario...

Cuando no tienes nada mejor que decir, no vives, sales a la calle y todo resulta fuertemente contradictorio. Las calles se tornan en un invento del que no te habías enterado. Las nubes son obras de arte anárquicas cuyo autor es tan humilde que sólo se le ocurre un pseudónimo llamado ciencia. El viento, normalmente invisible, se deja ver en múltiples formas. Pero es tan mundano, tan sorprendente y al mismo tiempo tan normal…

Cuando no tienes nada mejor que decir, tu vida es vacua, recurres a amores pretéritos, quizás el más dañino porque prefieres volver a revolcarte en mierda que estar limpio, sano y sin sentir nada acólito. Porque esta independencia se olvidó de las sensaciones fuertes del amor...

Cuando no tienes nada mejor que decir, te pones a escarbar en fotos, escritos, rememorando y recreándote en cuestiones que de normal nadie, ni tu mismo, dan importancia...

Cuando no tienes nada mejor que decir, cambias tu actitud porque te das cuenta que no sentir ni pena ni felicidad es lograr vivir sin respirar. Sales a la calle, miras, escrutas a cada una de las mujeres que salen a tu paso como si fueran el mayor descubrimiento de la historia. El corazón se dedica a mendigar un poco de atención mientras que la cabeza cercena las posibilidades porque “no es lo que parece”...

Cuando no tienes nada mejor que decir, las películas, los sitcoms, las canciones, incluso otras personas dicen las palabras por ti, piensan por ti, porque ya tú lo hiciste y no quieres repetirte...

Cuando no tienes nada mejor que sentir, tu corazón está tan dañado y ajado e intentas encontrar cualquier parche, cualquiera, y no te percatas que al hacerlo, estás demostrando que tú mismo quieres ser un parche, un cualquiera…y no eres cualquiera. Bajas en el índice nikkei, en el Down Jones y te conviertes en la caída más fuerte que ha tenido la bolsa de la vida...

Y ya no tienes nada que decir o sentir…porque te das cuenta de que tienes "demasiados ‘ayeres’ y muy pocos mañanas". Has ido demasiado deprisa, has sido una represa de emociones y has acabado consumido. Ya nada te sorprende...

Por eso, y quizás por la hermosa y a veces exquisita litúrgica de la divina trivialidad, ya no tienes nada que dibujar con tus palabras...

Y buscas palabras ‘sabias’ que no sean ungüentos o frase hechas…"Llegamos al mundo solos y lo dejamos solos. El resto del tiempo lo pasamos buscando un poco de compañía, así que elegimos el amor, elegimos la vida y, por un momento, nos sentimos un poco menos solos" Vivir sin amor y sin el calor de alguien creo que es una forma muy poética de morir durante tu estancia en el mundo. 

Algo sobre música


Este pasado fin de semana tuve una acalorada discusión de esas en las que siempre acabo diciendo que no sé debatir ni quedar a buenas, ni explicar mis argumentos. Críticas propias aparte, lo importante no fue eso, sino el fondo de la cuestión. Estábamos hablando de música y todo comenzó con una persona afirmando: “En –no recuerdo dónde- afirman que es la mejor  canción del mundo”. Fue entonces cuando comenzó todo, ya que le dije algo así como: “Las listas de las mejores canciones son tan subjetivas y hay tantas listas, que afirmar por unanimidad una canción es la mejor que nunca ha habido es vano y jactancioso”. El argumento de mi compañero giraba en torno al reconocimiento global de las personas por una canción o un grupo, lo que se llama popularidad o ‘comercialidad’. Ante eso, y sabiendo lo que sé con humildad le dije que lo que es más popular es porque tiene unos filtros que hace que pueda ser escuchado por una mayor masa de personas. Un ejemplo son los 50 Principales o MTV, que no se caracterizan precisamente por popularizar grupos o canciones que hablen de cuestiones importantes. El ataque de mi compañero se dirigía, por ejemplo, hacia grupos como Extremoduro o The Beatles, argumentando que hoy día escuchar a los de Liverpool era anticuado, desfasado y hasta descontextualizado. Eso me enfureció, ya que no creo que la música de Lennon, McCartney, Harrison y Stara sea de una época exclusiva, como o creo que haya pasado de moda. Le comentaba que la música es estado de ánimo, que puede ser medida por su métrica, o por sus ventas, por ser más o menos popular, por las ventas, por su composición literaria, por su mayor o menor trabajo, por ser independiente y autoproducida… Es decir, que hablar de Pitbull y demás que suenan hoy día por las discotecas y radios como la panacea y lo exclusiva, descartando otros motivos, es simplificar, sería como decir que la Capilla Sextina fue una chapuza, como decir que el Cannon de Pachelbell no sirve, como decir que un paisaje montañoso no es tan paradigmático como impresionante. Lo he hablado –mucho más calmadamente- con ‘amigo armonicista’ hace muchos meses cuando él, empeñado en el blues, denostaba el resto de estilos musicales. Yo le dije que la música era como el Universo, es tan grande, está tan inexplorado, que quedarse en un estilo sería como no querer andar más allá de tu calle, no querer cruzarse con cosas bonitas.

La música es un estado de ánimo, a veces demasiado simple –y necesario, por tanto- otras veces trascendentes –que nos merecemos-, otras de conjuntar a todo el mundo y ser parte de ese mundo –que ocurre, siempre-. Igual puede que quiera dar más realce a aquellos grupos o cantantes que son menos conocidos, que tienen que luchar más para poder tener un nombre. Igual me puede cierto recelo hacia la música comercial porque es fácil escucharla, entra y sale de forma exigua. Malo puede ser, pero creo que tener a Pitbull y Cía como ejemplos de musicalidad me dice que vivo en una sociedad sin oídos, que busca lo fácil, que no trasciende más allá de lo que te ponen. Obviamente generalizar es un fallo, y seguro que hay casos y casos, pero desgraciadamente no hay quienes se intenten dar un salto a un garito de música independiente, de autor, desconocida y que intente ahondar en grupos como Iratxo, Familia Rústika, 100% Collegues, Le Punk, Luis Ramiro, Lucas, etc, etc, etc… Es como todo, queremos algo fácil, que venga y que se vaya rápidamente, el sexo, el amor, un examen copiado, una mentira, una salvaguarda hipócrita.

Me encantaría poder visitar tribus africanas o de la Amazonía y poder escuchar sus danzas y músicas tribales para conocer de primera mano lo que es la música en lugares donde no existen las listas de venta, la popularidad ni nada de eso, simplemente es utilizado de otra forma. Porque si sólo hacemos de la música algo para olvidar, algo intrascendente o que nos ponga delante únicamente las más bajas pasiones, estaremos yendo por un camino que creo que es muy cuestionable. Creo que es una fotocopia, una radiografía de lo que queremos ser como individuos y como sociedad, lo que nos define. Pero no es por escuchar el último greatest hit del momento, sino por no ser capaces de ir más allá  quedarse en un estilo. Creo que lo adecuado, lo suyo, sería salir a una discoteca y escuchar el último gran éxito, un martes escuchar música de autor; un domingo de aburrimiento bucear por la red y descubrir un grupo o cantante que no conoce nadie o, llegando al extremo, quedar con tu amigo que sabe cantar o tocar un instrumento y reconocer que puede tener talento para poder conseguir algo de dinero para que esta crisis no le ahogue… Hay espacio y tiempo para todo, quedarse en una sola cosa es un error.

Me arrepiento de mi reacción, pero no de mis ideas musicales que alguien intrascendente dijo trascendentemente que era como “mezclar en un mismo plato un bistec de ternera con un helado de chocolate”. Ahora unos ejemplos que me han venido a la cabeza, aunque podría haber decenas y decenas, estos son los que se me han ocurrido:

Ejemplo de popularidad al comienzo, fama y reconocimiento sin hacer grandes canciones (Vivir del cuento)

Ejemplo de grandeza musical, literal, ideal y reconocimiento más que merecido hasta el final de sus días (Un referente)

Ejemplo de un grupo que, pese a ser desconocido, tiene pasión por la música y que podría ser más que recomendable –y tiene más calidad que cientos o incluso miles de grupos- (Un buen ejemplo)


Ejemplo de música reivindicativa que nunca saldrá en una popular cadena de TV o Radio salvo alguna excepción (Inquietudes)

Ejemplo de autoproduccion, de empeño y de abrirse hueco gracias a ciertas dosis de suerte haciendo algo distinto: mezcla de música y teatro (Muy interesante)



Ejemplo de reconocimiento mundial por su música, su trabajo, y su a veces políticamente incorrecta forma de hacer las cosas (Un buen ejemplo aunque la haya escuchado poco)


Ejemplo de un cantante con un mercado selecto, con letras muy, muy cuidadas y una composición literaria muy buena (Un cantante comercial con público heterogéneo)


Ejemplo de una cantante –como podría ser un grupo- muy conocido exclusivamente por una canción sin mérito alguno (Mal ejemplo o la música efímera)

Ejemplo de pérdida del norte y llegada a la monotonía musical debido a los éxitos y el dinero alcanzado en los últimos años (Algo muy habitual…y encima pasan de componer y sacan versiones de otros hits para mantener las ventas)

Ejemplo de una cantante que ha perdido por complete el rumbo musical para intentar ganar reconocimiento mundial con algo fácil (Muy habitual)
Shakira - Loca

Ejemplo de algo que se sale del baremo. Un paraíso musical sólo hecho para unos pocos y de unos pocos momentos


Ejemplo de agudeza musical, como se puede crear obras talentosas y ser mundialmente desconocido. (Lástima de su poca trascendencia)

Ejemplo de cómo ser los más grandes, hacer un sprint por amor a la música y acabar estallados por egos y por su propio público (Ídolos)







No es sexo


Lo ideal no está en los libros. No está en las películas, en los cuentos infantiles o sitcoms. Lo ideal para mí está en una tarde cualquiera, un fin de semana, puede que sea tarde o noche, pero estoy ahí. Cerca, muy cerca. Prácticamente no pasa el aire entre nosotros. De fondo una algo…queriendo y queriendo. Tanto casi como anhelos, con vehemencia. No existe el pudor, no existe inhibición. No importa nada porque lo importante es sentirnos el cuerpo, marcándonos uno con uno. Da igual si hay mucha o poca gente. Da igual porque lo importante es ese momento que puede ser eterno, puede ser inolvidable, como de hecho así lo fue. ¿Sirven las palabras? No.

Cierro los ojos y vuelvo a recordar aquellos momentos. Lo importante de la vida es cuando te quedas sin fuerzas, cierras los ojos y tratas de ver un lugar o persona inolvidable y puedes verlo tan sólo escuchando una canción.

Puede que sea una obsesión. Hay cuestiones físicas, del cuerpo a cuerpo que no realizo sino muy pocas veces, y, como mucho, a solas, pero cuando ocurre suele ser tan indeleble que queda marcado, sobre todo para mí. No lo hago con todos, no lo hago siempre que quiero, pero lo importante es lo inolvidable. Lo importante es olernos, sentirnos, tocarnos, escuchar la respiración.

No me refiero al sexo…me refiero al baile. Y también lo echo mucho en falta.


Creer

Qué pasaría si un día, sólo un día y nada más que ese, dejaras de creer en todo, en todos y hasta en ti.

Que es mentira que el sol salga cada día, que sólo hay 24 horas, que los árboles en verdad no tienen hojas. Que los colores son un invento, las palabras no existen, sólo el lenguaje de los ojos
Que la mentira es verdad, que los sueños existen y la realidad se puede modificar.

¿Y qué ocurriría si...? Supongo que...estoy débil


Mi cabeza envuelta en llamas


Debo ser más fuerte de lo que yo mismo pienso. De otra forma no encontraría explicación a esta actual situación. Hay días como hoy en los que anhelo ser, si cabe, más básico. No ser cada día juzgado como lo soy ahora mismo. No tener que dar el máximo cada día. Incluso, si me pongo a pensarlo, no ser tan responsable. Y todo esto yo solo. Solo yo. No hay realmente nadie ni cerca y, si me pongo a pensarlo, tampoco lejos. ¿A quién le podría contar lo que siento cuando me acuesto de noche en la cama? ¿A quién contarle de verdad lo que sucede nada más despertarme? Lo que se pasa por mi cabeza cada vez que aparecen las estrellas, el motivo por el que me encojo de piernas en la cama y quiero poder llorar, quiero poder no sentirme un ser humano partido a la mitad. Y luego pienso para afuera: hay otros que están peor, mis quejas son eso: quejas.

Ser duro y pensar que estoy donde quiero estar, pero que pese a todo lo bueno que aparentas, la profesión va por dentro, que cada día, desde hace mucho tiempo, no haces sino pensar y pensar sin hablar de ello con nadie porque…porque sabes que hacerlo no cambiará nada, no te ayudará, no te hará más fuerte, no logrará que llegue la paz. Está sobrevalorado eso de “suéltalo todo para que te desahogues…te sentirás mejor”. No, he probado esa medicina y no siempre que lo sueltas te sientes bien. Voy más allá y pienso que al hacerlo, le estoy dando esa mitad de mi ser a otra persona que no es mi otra mitad de ser y me siento de nuevo vacuo.

Se me rompe el alma en dos cuando pienso en los miedos que tenía hace 23 años y que todos ellos se han hecho realidad como si alguien hubiera alimentado al fantasma del miedo. La palabra con la que vivo, la palabra con la que me he hecho fuerte a base de luchar por mi mismo se llama resignación. Todo lo que depende de mí lo consigo, todo lo que depende de otras personas, de otras circunstancias se que si me esfuerzo mucho, si lo pongo todo, incluso todo el corazón, no lo alcanzaré jamás, por ejemplo trabajar en el National Geographyc, viajar por Asia, recorrer América, emular al Zaratrusta de Nietsche y quedarme anclado en la montaña, realizar la desobediencia civil de Thoreau, amar cada día a todas las personas con la ilusión de la primera vez, demostrarle a mi madre cuantísimo significa para mí, desenredar todos los enredos, terminar historias inconclusas…

Me gusta imaginar y soñar…en el suelo. Casi a diario me imagino que por la mañana me despiertan con un beso, que por la noche duermo abrazado a una mujer, que al menos una vez al día puedo dar un beso en los labios a alguien. Imagino cómo sería caminar y recorrer dos de los continentes (estar en Christchurch –Nueva Zelanda-; Chiloé –Chile- o perdido entre Islandia, Canadá y Centroamérica. Imagino lo que debe ser estar más de un año sólo escribiendo, leyendo y escuchando música en una montaña alta alejado de todo y todos. Imagino lo que debe ser luchar con las consecuencias de desobedecer y no pagar impuesto alguno por nada. Imagino cuando voy caminando la cara que pondría mi madre cuando le llegase un ramo de flores sólo porque es mi madre. Imagino a esas personas que se fueron sin decir “adiós”, que las sigo amando, que las perdono y que querría verlas a la cara…porque las mejores palabras la dicen los ojos llenos de sentimientos. Imagino que un tiempo trabajo para esa revista que tengo como una idolatría…Imagino que no soy mediocre, que por fin soy muy bueno en algo y que no soy uno más.

Sobre todo, para ser fuerte imagino en lo que sentiría con todo eso. Y entonces pienso que podría abandonar ya esta vida porque ya lo he visionado, ya lo he sentido, y me resigno a que casi todo eso no depende de mí…porque la vida te pone trampas, acertijos sin solución, callejones sin salida. Y el problema no es eso, el problema es la repetición de sucesos adversos. Y no sé por qué, me viene a la cabeza el poema de José Agustín Goytisolo y recorro de nuevo toda mi vida y de nuevo en la cama me pregunto ¿qué habré hecho tan mal para que las llamas del miedo estén incendiando mi vida y haciéndome cobarde…



Un 18 de noviembre


Quizás fue Stanley Kubrick el que inventó ese tipo de felicidad tan despreocupada, descorazonada. Sí, recuerdo a ‘Lolita’ de este director. Recuerdo sobre todo el final, la indolente felicidad y sobre todo la avaricia y egoísmo de aquella joven muchacha cuyos pecados fueron exculpados por su precocidad y juventud.

Cuando vi por primera vez a Cristina no levantaba apenas ni un metro del suelo. Era una canija, morena y muy dicharachera. Yo en verdad no estaba en absoluto interesado en ella. Nunca me gustaron los críos y menos los revoltosos y los exacerbadamente felices como era su caso. La historia comenzó con aquel abrazo. Ese amplexo acabó conmigo y con mi resistencia. Porque ella huyó en mis brazos después de los maltratos que había recibido. Aún recuerdo cuando llegué a casa con ella. Mi familia se quedó estupefacta. Cristina me miraba con esperanzas. En realidad nadie me había mirado como lo había hecho esa diminuta chiquilla. Si alguien me pregunta el por qué, no sabría decirlo, pero el caso es que la custodia de Cristina me la ‘endosaron’ los servicios sociales casi por sufragio universal. De repente era el padre perfecto para ella.

Los míos no me veían como padre. No me veían capaz de lograr llevar a Cristina a un buen puerto y lograr que aquella felicidad bisoña fuera infranqueable. Razón no les faltaba, puesto que siempre demostré ser un desastre en la educación y particularmente con los críos, por quien manifestaba una abierta alergia. Si he de ser sincero, fue ella la que me educó a mí. Pese a su cortísima edad, estaba muy ducha en asuntos que le eran muy lejanos. Reticente primero e indolente después, el caso es que, como dije, Cristina cayó en mi casa.

Pasaron los años y ella creció enseguida. Juro que yo no hice absolutamente nada porque ella me quisiera. Era una muchacha ya cuando comenzó a ser cada vez más cariñosa, más extrovertida aún. No me trataba como un padre, sino como un amigo. Yo, poco despierto en relaciones sociales no entendía nada, pero tampoco me esforzaba en buscar una explicación posible. Qué coño, la quise. Sí, pasamos muchas cosas juntos. Siempre fui permisivo con una muchacha que era un ángel. Nunca me dio un motivo para preocuparme. Creo que ella misma hubiera podido educarse. Sibarita y autodidacta, Cristina me superaba en muchas facetas de la vida.

No me acordaba de su cumpleaños. No estaba realmente seguro de qué edad tenía. Ni tan siquiera sabía a ciencia cierta si tenía o no la menstruación. Tal era el grado de mi ignorancia y pese a todo nos queríamos de forma desprendida. Le financié todos sus estudios, sus caprichos. La mantuve y le hice todos los gustos incluso cuando mi economía no estaba para presumir. No era mi hija. Nunca la sentí como tal. Era un parásito extraño que vivía conmigo y que, no sé por qué, me abrazaba, me besaba y me acariciaba mientras yo era esquivo con ella. Era una forma extraña, la mía, de quererla. En mi soledad y en mi miedo a tener cualquier relación, ella era una Némesis oculta, pero la presentía.

Ocurrió hace ya varios años. Yo estaba en el salón. Era otoño y ella había acabado la carrera. Estaba en ese impass que tienen los veinteañeros de entonces. Como de costumbre, había llegado de estar con sus amigas de la universidad. Como siempre me saludó con entusiasmo, con un beso en la mejilla y su abrazo especial de ‘te quiero’. Cruzó el pasillo, primero a su habitación y luego al baño. Yo solía escuchar en otoño, y a esas horas algún disco de vinilo de Los Beatles, supongo que por aquellas fechas, el Magycal Mistery Tour. Súbitamente dejó de sonar. Escuché unos pasos con los pies desnudos. Alcé la vista y vi a Cristina desnuda frente a mí, apoyada sobre el marco de la puerta. Ocultaba su boca, pero no sus ojos. Por extraño que fuera, aquello no sólo no era habitual, sino que desde que comenzara su edad adulta, nunca la había completamente desnuda. Hubiese reconocido aquella mirada de entre un billón de miradas. Era trémula, cálida, una mirada que pedía a gritos un hombre. Reaccioné díscolo. Le ordené que se fuera a vestir. Una orden, era tan extraño…yo dando una orden, ella desnuda. Todo era demasiado raro. Ella comenzó a acercarse poco a poco a mí. No supe ni pude reaccionar. La atonía me paralizó. No podía dejar de ver sus pechos, su mirada, su sexo. Era una batalla silente, un soldado raso, con armas y totalmente beligerante, atacaba a un pobre y desnutrido submarino que buscaba ya la retirada de menesteres tan guerreros. Los detalles, creo que sobran en esta historia. No pude resistirme a sus encantos y aquella noche hicimos el amor. Pese a mi arrepentimiento, pese a mi pesar, Cristina hizo todo lo posible durante las siguientes semanas para exculparme de cualquier responsabilidad. No sólo eso. Me confesó que hacía muchos años se sentía muy atraída por mí, era amor, pero no amor de hija. Como me pasaba a mí, ella no me sentía como un padre, sino como otra cosa. Me dijo que sólo sabía que quería estar conmigo, en mi cama, besarme en la boca y que cada noche la hiciera suya. Quedé absolutamente atribulado. Mi primera reacción fue la de huir. De hecho lo hice. Estuve una semana sin verla, huí de casa. Al cabo de ese tiempo volví y vi a Cristina rota, llorando y suplicando que no volviera a irme, que yo lo era todo en su vida y que su felicidad dependía de que yo estuviera con ella.

Acepté no volver a huir, pero intenté que comprendiera que, además de la diferencia de edad, nos separaba todo lo que entre un hombre y una mujer les puede separar. Ella, lejos de entenderlo, hizo todo lo posible para que yo entrara en su juego. Lo hizo como sólo una mujer de su edad y su atractivo lo podía hacer. Sabía que yo era un hombre tosco, solitario y sabía que me hacía falta su cariño aunque nunca se lo hubiera dicho. Atacó en el flanco más débil. Un año más tarde, tras muchos tiras y aflojas y su incansable acoso, Cristina y yo teníamos una relación adulta.

Por supuesto que todos pusieron el grito en el cielo. Mi familia dejó de hablarme. Sus amigas no lo comprendían. Vivimos en una burbuja en donde sólo nos teníamos los dos. Ella era feliz, juraría, aunque no lo aseguraría, que era incluso más feliz que antes. Pasamos dos años más así. Llegó a enternecerme, a cambiar mi modo de acción y reacción. Cristina moldeó en mí algo que aún no logro entender. Creo que moriré intentando explicar por qué sucedió y qué hizo para que yo llegara a un estado de ‘acolicismo’ total. Porque era un ser totalmente acólito de ella. De sus palabras, siempre adulándome. Para ella yo era el mejor, no había nadie como yo. Nunca creí aquello pero sus demostraciones me hicieron dudar. Pero lo que realmente hizo someterme a sus caprichos fue el sexo. Fue un auténtico esclavo de sus peticiones más bajas, más degeneradas. Pese a mi edad, nunca había hecho tantas cosas en ese aspecto. Me abrió un mundo totalmente enfermizo. Si al principio, durante el primer año, fue ella siempre la que venía a por mí para hacer el amor, tiempo después acabé siendo yo el que la buscara para hacerla mía. Me pedía que la azotara mientras la penetraba. Me pedía que la llamara ‘puta’, quería que le dijera que ella era ‘mi putita’. Me pedía que hiciera y dijera cosas que nunca antes había dicho o hecho. Al final caí en aquella enfermedad y el sexo se convirtió en algo inexplicable y sucio.

Ella contaba alrededor de unos treinta años cuando todo acabó. Y no finalizó porque yo quisiera. Sucedió que conoció a otro hombre sólo un poco menor que yo pero también con cierta diferencia de edad. Fue realmente traumático. Dejó la casa después de más de dos décadas. Para ella resultó demasiado sencillo desprenderse de los recuerdos, de nuestra relación, de todo cuanto habíamos vivido. De un día para otro su amor se había acabado. Cuando supe quién era mi sustituto enloquecí. Quería matarlo porque ella era  ‘sólo mía’. La chantajeé sentimentalmente, le dije que si no volvía conmigo, lo mataría. No fue una amenaza al aire. Realmente estaba totalmente fuera de mí. Ella se apresuró a llevar acciones para que él cambiase su rutina y yo no pudiera verlo ni encontrarlo. Durante tres meses continué con mis chantajes sentimentales, la buscaba hasta en el último rincón. Incluso en varias ocasiones acabamos de nuevo en la cama en lo que resultaba la más burda de las infidelidades hacia su nuevo ‘hombre’. Empero, las cosas habían girado ciento ochenta grados. De repente ella era fría, distante, rehusaba siquiera decirme o hacer algo que conllevase ya no sólo amor, sino incluso cariño. Por el contrario, yo me convertí en su mendigo, adorándola y venerándola de una forma en la que nunca imaginé que llegaría a hacer.

Recuerdo perfectamente aquel dieciocho de noviembre. Después de varias semanas de tranquilidad en la que yo intentaba tranquilizarme con anti ansiolíticos y con ayuda psiquiátrica, ella apareció de repente en mi casa, en la que había sido nuestra casa. Cauta y comprensible, había llegado con un solo fin: pedirme dinero. Necesitaba una importante suma para realizar un máster. Tras firmarle un cheque por valor de doce mil euros, se despidió de mi con un suave beso en mi mejilla. Antes de atravesar por última vez la puerta de la casa se giró y me dijo: “te prometo que te llamaré, nos veremos pronto”.

Nunca me llamó, y nunca volvimos a vernos cara a cara. Han pasado ya varios años desde entonces. Durante los primeros meses mi tiempo de ocio lo dediqué a seguirla, a observar todo lo que hacía. Las recomendaciones de mi psiquiatra y las pastillas que tomaba me obligaron a dejar de hacerlo. Estuve mucho tiempo narcotizado y acabé perdiéndola de vista. La resaca de Cristina no acabó nunca.

Más, la razón de escribir esto obedece a que después de mucho tiempo he vuelto a ver a Cristina. La ví en un lejano parque. Pasaba con el coche y como si el destino me quisiera decir algo, la puso delante de mí. Ella no me vio. Yo aparqué y la observé. Estaba con otro hombre. Ambos reían, se acariciaban, se besaban. Eran felices. Rezumaba felicidad por todos lados. No había ni un solo gesto en su cara, ni en su cuerpo que pudiera hacer pensar que nuestra separación resultara traumática para ella.

Lloré con ligereza. Tranquila y pausadamente me fui de allí. Nunca olvidaré aquellas horas con aquel otro hombre. No olvidaré sus gestos desprendidos de cualquier preocupación. No creo que haya llegado a entender que para ella sacarme de su vida resultase tan sumamente sencillo. Sé que nunca más la volveré a ver, nunca me llamará y nunca lograremos solucionar nada. Egoístamente quisiera que no fuera feliz, que no pudiera reír, que supiera si acaso en un nimio porcentaje lo que he tenido que pasar por intentar superar lo suyo. Intentarlo siquiera, pues aún quedan muchos rescoldos, nada menos que cada esquina de la casa donde creció y todas las vivencias que tuvimos desde su primer abrazo, hasta que cruzó por última vez la puerta de mi casa.

Sin saberlo entonces, y no ha sido hasta hace poco que he logrado establecer el paralelismo con la obra de Kubrick. Creo que la felicidad nunca debería ser en detrimento del pesar de otros. No lo sé. He llegado a viejo sin encontrar repuestas factibles a cuestiones que para el resto parecen ser de fácil solución. Fui realmente feliz durante mucho tiempo, me mantuve firme en mis convicciones. Era un hombre de verdad hasta que ella me desdibujó con su desnudez, con su ardid sentimental. Aún después de todo sigo preguntándome lo mismo que el primer día, la pregunta que, pese a las numerosas respuestas, nadie ha logrado satisfacerme. Esa pregunta que cada día se repite. ¿Por qué?

Una caja vacía de tristeza


Porque en los frutos de la felicidad no siempre todo es blanco y maravilloso. La tristeza fue un compañero infiel que me engañaba en las esquinas con el recuerdo de aquella isla que abandoné casi como huyendo. De frente, sonriente, a veces tenso, muy callado, escrutante de todo lo que se posaba delante de mis ojos. Por detrás, la sapiencia de saber que era la última vez que vería aquellos pagos. Las playas eternas junto a aquel portentoso puerto; aquellas tierras eternas de cultivos, las costas de arena de cientos y cientos de kilómetros, la historia rebosante de algunos pueblos, la enhebrada urbanización de otros lares, la pérdida de una ciudad en ninguna parte, entre coqueta e hipócrita, el embrujo de la granada, los postreros días menores previo a la dolorosa despedida de la vida nómada. Porque la trayectoria dejó el vaso lleno y el vaso vacío. Llenos, vasos llenos riéndonos de nosotros mismos, de nuestra forma absurda pero orgullosa de recorrer, de conocer a personas, elogiar, convertir momentos en cuestiones únicas, de perder de vista los días y el itinerario. Convertir jueves en sábados, viernes en martes e inventándonos nuevos días de una semana que se quedaba demasiado corta. El invento no sirvió para nada. ¿Qué significaba un martes? No servía de nada saber el día del mes, ni el nombre que tenía aquella existencia porque simplemente vivimos, como vivimos desnudos el asearnos y almorzar detrás de un Camposanto, vivir la puta umbría riéndonos a carcajadas de nuestro orgulloso avanzar. Vasos vacíos, vacío de saber que aunque lo intentara, las personas serían pasajeras, los lugares efímeros, los recuerdos olvidadizos y en particular, pasaría de la ferviente y cariñosa compaña, a la más absoluta de la soledad. Pasaría a recordar a intentar revivir, a llorar por no estar. Las inevitables comparaciones con mis compañeros de vivencia, sintiéndome ignoto a su lado, cuasi prescindible ante su notoria vivacidad de los acontecimientos y mi, a veces, timorata conducta que denotaba, sin duda, la falta de experiencias. Aquellos días descubrí una felicidad que sobró. No me hacía falta aquello, más, el destino me lo proporcionó. Hoy lloro de tristeza lo que más adelante comenzaré a recordar como un viaje idílico, ayer no lograba engarzar todos los acontecimientos precipitados a la vera del astro rey que dejó su huella en cada parte de nuestro cuerpo. Obtuve ósculos y amplexos que no pedí pero que necesité. Aturdido hoy, intento comprender cómo se puede querer lo que no pediste tener. Ahora meditabundo y taciturno, comienzo a comprender que en la caja de nombre felicidad, persiste una llamada tristeza que, si tú quieres, puede apenas ser perceptible si te empeñas en vivir con amor, pasión y tranquilidad lo que el destino y los amigos te ofrecen sólo una vez en tu vida. 

No hubo mañana


La rabia, la extrañeza de aquel lugar. Hacía mucho calor. El terruño no ofrecía más posibilidades que otear un horizonte de cultivos de regadío, tan monótono como los días. Porque todo se vivió de noche. En la noche en la que nevó tan sólo en la punta de la nariz. Cada noche era volver a empezar de cero. Cada ojos, una mirada, y cada sonrisa, un beso. Al cabo de poco tiempo, a otra cosa. Imberbe y promiscuo de pensamiento acompañado de acción, convertí aquellas noches en algo que llevaré a sangre y fuego en el alma. Quedará aquel brebaje absurdo y sus aún más absurdas formas de beberlo; quedarán aquellos amaneceres sonámbulos que sólo intentaban buscar el pasar de las horas hasta el siguiente experimento que podía ser el que el destino y nuestra mente abierta, convertida en dictadura, nos ordenara. Aparecían portuguesas, estadounidenses, alemanas, italianas, coreanas…aquellas calles de aquella ciudad de vestigios árabes nos prestó la bondadosa caridad de ver y conocer y un crisol de culturas de bellísimas mujeres. Y de noche volvíamos a comenzar, bebiendo con rabia por la puta vida que no nos proporcionó lo que debía. Llegamos al interior, a las antípodas del Edén, nuestro particular averno, al que caímos poco a poco, sin avisar y sin darnos cuenta. Derrotados ya, vivenciábamos todo lo que había ocurrido precipitadamente, como si nos hubieran echado una jarra gigante llena de agua helada. Nos sobrecogían tantas mujeres, tantas cuestiones que pasamos con nombre y apellidos. No nos conformamos con recorrer, queríamos vivir, queríamos amar, y algunos como yo, lo hicimos sin distinguir si lo que hacía era bueno o malo. No existía el ángel de la guarda, no existían los remordimientos, no existía porque mañana, siempre mañana, volveríamos a empezar a olvidar para yuxtaponer lo anterior con nuevos espacios de vivencias y de percepciones, quizás falsas, de una vida que sólo la íbamos a transitar una única vez. Y eso provocó, al menos en mí, una mezcla de felicidad y de rabia. 

Olor a ron


De copa en copa íbamos todos en aquel lugar lejos de cualquier territorio que antes hubiera conocido. El olor a ron inundaba por completo aquel terruño frágil y arenoso. Y entre tanto alcohol, la posibilidad de bailar se volcó del imposible a lo realizable. Y así fue. Aquellas carpas repletas de bellas y voluptuosas mujeres, era el Edén para nuestros ojos. Los bailes etílicos con la copa en la mano tan sólo pretendían buscar la solución al paradigma de toda la senda de mis tres décadas de existencias, el amor, la mujer que siempre se resistió. Aquello era casi un océano de damiselas y yo estaba dispuesto a todo por el amor de una de ella, de una que solapase, que soslayase todo el sufrimiento adherido a mi vivir. Pero nunca valió una sola razón para optar a aprobar la reválida del amor aunque sea tan bien intencionada como errante la posibilidad utópica de acabar, aquella noche, además de la borrachera, con unos carnosos labios de mujer que besar. De fondo, un hilo musical que bien podría haberse adherido a una vana circunstancia, pero pude reconocer algo que antes no tenía sentido. Hoy aquel olor arranca de mí un recuerdo febril de noches llenas de pasión…

Realidad, sueño o ambos


Un día. Fue sólo unas horas durante el tiempo que dura la luz solar sobre mi cabeza. Me paré en aquella playa, una de tantas y tantas que pisé, en las que dormí. De pronto escuché de nuevo aquella voz y viví un sueño escuchándola a cada hora. Soñé que despertábamos juntos, cogidos de la mano. Soñé que hacíamos el amor tres veces seguidas por la mañana. Soñé que teníamos una conversación sublime, que haría que me sintiera el hombre más afortunado del mundo siendo tan sólo uno más. Soñé que escuchábamos música, que nuestros descubrimientos nos maravillaban, que nuestras vehemencias vencían a nuestros razonamientos. Soñé que nos dábamos la vida durante al menos unos pocos días para luego ir a morir en el mar de la rutina acompañados de la soledad de cualquier alcornoque. Soñé con que escrutaba cada milímetro de su cuerpo, sus ojos verdosos. Incluso soñé con algo más a largo plazo. Al pensar en todo aquello sentí una bonanza espectacular. Hollé una felicidad intrínseca en mi imaginación, sólo con el fondo de una voz que me devolvió a mi ser romántico. El sueño fue sencillo, duró no más de lo que dura un día a principios del mes de septiembre en el sur de España. Y fue fantástico estar en aquel lugar donde, aunque caminara hasta la línea del horizonte, el mar nunca me llegaría a cubrir más allá de mi cintura. Porque así era el sueño imposible que se hizo realidad. Un océano en el que yo era tan grande, tan gigante, que le ganaba la batalla al mar, y como tal, aquel sueño era posible. Y lo fue…vaya si lo fue. Lo viví. No, no fue un sueño, todo aquello lo recordé, como recordé aquellas tres palabras que lo iniciaron todo: Te quiero…conocer. Y entonces vivimos los momentos más inolvidables. Nunca la odiaré porque nunca la olvidaré. Quisiera haber hecho de aquella vivencia algo efímero, más, para mí durará toda la vida. 

Nómada efímero


Por aquellas tierras tan capitalizadas, relumbrantes, famosas y heterogéneas, desperté durante algo más de una semana. Esos amaneceres siempre tenían un sentido. El sentido de coger sol, de bañarme hoy en el Atlántico, cerca del Golfo de Cádiz, mañana al sur del sur de Iberia, al día siguiente en aguas del estrecho. Más tarde llegó el cálido Mediterráneo para acabar ahogado con el agua por las rodillas sempiternamente en el Mar Menor. Recorrí kilómetros, más de mil kilómetros tan sólo con un par de mudas de ropa, el saco de dormir y los enseres más básicos, sin lujos. Pintando la vida de lo que otrora antes todos éramos, nómadas del mundo. Una existencia que podría echar de menos. Aunque no echaré tanto de menos esas vivencias como el pintarme cada día con los regocijos de la compañía femenina necesaria, del calor, de un techo, de no estar a la intemperie. Clavarme en un corazón, necesitado de encontrar esos “clítoris detrás de las cortinas”. Con suma tranquilidad cada día lo vivía ‘como si no hubiera mañana’, así estaba tranquilo, daba igual todo porque cada día moriría en cualquier sitio y el proseguir no me depararía el mismo lugar, ni las mismas sensaciones, ni las mismas emociones, unas veces paroxiales, otras nimias. Floté en una vida única sin olvidar esos amaneceres, siempre al alba, muy alba y escuchando en mi cabeza, sólo en mi cabeza, cómo entonces me pintaba la vida con un decorado tan solaz, rutilante y maravilloso. Nunca te olvidé. 

A otra cosa


Cuando escribo esto, un día ‘X’, me encuentro en la segunda planta de la biblioteca general de la Universidad de Alicante, desde donde puedo ver todo el valle y parte de su ciudad asociada. Al fondo, montañas, cuestas, pliegues y un montón de formas estructurales y formas de erosión. Aquí recomienza mi vida de forma inconsciente. No me doy cuenta aún del calado de mis decisiones, no me doy cuenta aún de que en menos de dos semanas, comienza mi último reto académico, probablemente sí, el último de todos, la última oportunidad para mi gloria personal. Comienza sin avales, sin redes y con mucha, muchísima incertidumbre acerca de lo que podrá suceder en otros menesteres. Observo este lugar y su magnitud y me doy cuenta, aquí sí, de lo absolutamente solo que estoy. Aún no he logrado hablar con nadie de este lugar, lo cual es lógico. Ya he dicho que me cuesta relacionarme, que mi capacidad para sociabilizar es reducida. Todos se quedan con lo bueno –por suerte-, que es lo mucho que hablo y algunas que otras cosas más. Pero no voy a quitarme ahora la máscara de lo obvio. Estas sensaciones chocan, son ambivalentes, buenas y malas, asertivas y terroríficas. No conozco este lugar y estoy todo lo limitado que una persona puede estar. Después del viaje de gracia de casi tres mil kilómetros desde Tenerife hasta Alicante, llegar aquí ha supuesto un recomenzar como bien he dicho. Sí, ya lo sé. Que si los inicios no son sencillos, que yo lo conseguiré, que estoy capacitado, que tengo que echarle huevos, etc, etc, etc… Todas esas cosas que se suelen decir en estos momentos. 




Lo cierto es que siento rabia por no lograr disfrutar del momento todo lo que quisiera. No esperaba echar tanto de menos mi origen. El hecho incluso de decirlo me desasosiega. Aquí paso totalmente desapercibido. No soy nadie y me siento así. No me siento original, no me siento especial por nada ni por nadie. Sí, buscaba en parte esto, pero no esperaba esta amalgama de sensaciones. Estoy tranquilo, demasiado. Es seguro que en unos diez días comience otra etapa de esta nueva etapa. El comienzo del máster hará cambiar esta tranquilidad, este remanso de paz en otra cosa. No sé si deseo seguir viviendo este impasse o volver a la acción. Uno puede llegar a acostumbrarse a la insustancialidad de una forma, como he dicho, ambivalente. Escuché que para nuestro desarrollo psicosocial necesitamos cierto grado de insustancialidad, que es necesaria para poder tener una vida de verdad, empero, algunas personas necesitan llevar un camino de importancia, relevante, alejado de la sin sustancia al menos por un tiempo. Creo que mi etapa ‘sosa’, sin cloruro sódico, desalada, tocará a su fin…en teoría o al menos eso espero. No sé yo si soportaría tanta insustancialidad, no sentirme útil para los demás o para mí mismo, sentirme tan despojo o parásito. Llevo más de dos semanas aquí y sigo siendo forastero. Soy ese ser invisible para todo el mundo, que en parte quiere seguir siéndolo, pero por otra parte, quiere formar parte activa del paisaje, algún tipo de paisaje, da igual si humano o natural (me gustaría más el segundo).

Llevo tiempo barruntando una idea que igual es solipsista o precoz en este momento. La diferencia entre marcharte de tu lugar –aunque no sé hasta qué punto Canarias es “mi lugar”- por motivos sentimentales o por motivos personales. Entiéndaseme esta última afirmación. Es decir, irme por razones de amante que ha encontrado otra amante y que se va a otro emplazamiento para sentirse regocijado con la compañía sentimental necesaria de otra persona. Por la otra parte, irte por ti mismo, sin una salvaguarda sentimental que te espere en tu destino. Haciéndolo sólo por ti, con tus seguridades e inseguridades –ganando más éstas últimas-. Es una diferencia abismal que aún me cuesta explicar, ponerle las palabras necesarias y probablemente pasarán meses antes de que pueda explicar bien las diferencias.

Este lugar sigue sin tener la más mínima sustancia. No tiene nada que me llame. No puedo caminar por el monte porque está lejos y es de difícil acceso. Ir a cualquier lugar me recuerda a mi canción, hecha por Marwan que dice “encuentro mil lugares donde irme pero ningún lugar donde quedarme”. Creo que ahora mismo es una de las mayores certezas de mi existencia. Da igual si esté en Alicante o China, ahora mismo no necesito un nuevo lugar (necesitaba salir de Tenerife, es otro hecho cierto), quizás tampoco necesite este máster. El máster era la excusa perfecta para salir de la isla. Es lo que yo he llamado varias veces: Plan B.

Conste que esto que voy a decir es un poco…pues eso, maleable según circunstancias y sobre todo tiene muchos matices. Siempre me he considerado solitario, un tipo que ha estado más tiempo a solas que en cualquier tipo de compañías (amigos, pareja, familia, etc…). Mi máxima durante más de una década fue: “Si nadie está conmigo para hacer lo que yo quiero, no dejaré hacer esas cosas”. Y por eso salí de noche, de fiesta o a caminar. Por eso viajé sólo con mi mochila, recorrí y hasta hice cosas muy locas en mi mundo. Siempre tuve un miedo, algo que todos tememos: acabar tus días totalmente sólo y lo que es peor, sin una mujer que te ame. Mi máxima aspiración fue tener una mujer que amase y que yo pudiera amar, pues creo que en lo más personal, en lo más intrínseco, además de tus logros académicos e intelectuales, lograr ser compatible con alguien es algo tremendamente difícil. Al menos para mí lo ha sido así siempre porque no ha dependido de mí. No ha dependido de mí en exclusiva que una mujer me amase pese a mi ‘promiscuidad’ sentimental. Así, me imaginaba y tenía fe en que todo saldría bien, que ese miedo se solaparía fácilmente cuando llegase la mujer por la que lo diese todo. Estaba convencido de que al llegar a la treintena todo estaría solucionado porque además, siempre he puesto de mi parte…aunque haya cometido errores.


Me marqué un objetivo. Esto sigue siendo real. Dije que no estaría esperando o buscando el amor toda la vida. Que la vida sin amor es…como lo es ahora para mí: insulsa, insustancial, demasiado poco importante para lo que yo requiero en mi mundo. El mundo no tiene color, es una hoja en blanco, algo en blanco y negro, triste sin tener a una mujer por quien expresarle todo lo que sientes. Es mi vida, así soy yo (o lo era hasta hace poco). No estaba dispuesto a seguir doliéndome y maltratándome sentimentalmente a mi mismo por el dolor que causa el ser rechazado siempre que te fijas o sientes algo por alguien. Llegas, como llego yo ahora, a ser quien no eras: un cobarde. Temes al rechazo, zozobras sólo con la idea de tener que intentar borrar un sentimiento más si cabe si eres alguien como yo, que nunca olvida del todo lo que siente por alguien. Aún sigo queriendo a mi primera novia de verdad, la asturiana, quien está casada ahora mismo y que si algún día me dijese algo, creo que no tardaría mucho en pisar sus terrenos. Y haría lo mismo por las dos o tres mujeres que más y de verdad he amado en mi ida (porque las sigo amando).

Como decía, no estaba dispuesto a seguir la espera, la búsqueda o mejor dicho, no estaba dispuesto a superar un Everest en cada rechazo. He tenido mucha suerte, la verdad sea dicha. He amado con pasión, con cabeza, y he recibido muchísimo amor, mucha devoción, me han dicho palabras que nunca me creí, que me hicieron sentir el hombre más dichoso del universo. Tuve suerte de ser amado y de amar. He conocido además, a mujeres con las que no he tenido nada, pero que estoy seguro de que, en un mundo justo, hubiesen sido ese tipo de mujer que, cuan arquitecto, diseñas como “perfecta” con sus imperfecciones. No sólo eso, sino que me he sentido bien tratado por ellas, he albergado ese amor maduro de quien sabe que, quizá en otro momento, en otras circunstancias, todo podría haber resultado. Siento esa tranquilidad, la de haber sido bendecido con esas suertes.


Pero no fue suficiente y la suerte no se alió de mi lado. Por eso, no hace demasiado planteé lo que crípticamente definí como Plan B. En mis tres décadas he experimentado muchas sensaciones que han soslayado –por suerte- la ausencia de amor (que creía lo más importante de la vida). Ayudar a otras personas necesitadas, ver la pobreza de los pueblos, incluso aferrarse de forma descarada en la ciencia que amas –la Geografía-; son cosas que me han enriquecido como persona, aunque no es, ni mucho menos, un camino ya recorrido. Todo lo contrario. No es que el amar a una mujer esté reñido con esto último, se trata de prioridades. A partir de ya mi prioridad es lo que acabo de decir. Ayudar a los necesitados, aprender a hacerlo, dejar de sentir temor por ello y, como de hecho estoy haciendo, dar mi vida por la Geografía, en este caso el máster, que está definido para geógrafos. De ahí que mi destino final, salga o no salga bien el máster –dependiendo de becas-, mi destino ha de ser Centroamérica y el trabajo con una ONG que me brinda la posibilidad de establecerme allí al menos medio año. Me dicen, sé, aunque no de primera mano, que el lugar a donde voy es peligroso, uno de los países del mundo con mayor índice de criminalidad y homicidios del mundo; que es una aventura total. Sé que yo, como soy ahora aquí, un nadie, en Centroamérica seré eso mismo elevado a la décima potencia –como mínimo-. Y sé que hay probabilidades, si no me cuido, de que mis días acaben por aquellos lares. No busco un desenlace prematuro ni un suicidio. Mi idea es poder estar allí mucho, mucho tiempo, años inclusive. Ver la otra cara del mundo, no por un ratito, sino estar, mascarla, convivir con ese estado permanente de grandiosidad que supone las circunstancias. Ser feliz y estar a bien en un lugar totalmente opuesto al que estoy es la antítesis de lo que soy ahora.

Y no es un camino sencillo. Aún creo que llegará alguien que me ‘salvará’ en una explosiva paradoja, pues creo que mi salvavidas es lo que estoy haciendo ahora, este sueño. Aún creo que llegará alguien; pero en el fondo sé que esto es sólo lo que dije, un impasse, Alicante, el máster. Alguien me dijo no hace mucho que en realidad yo era un inconformista. No estoy de acuerdo…o no del todo. Hay muchos tipos de inconformismo. El mío pasa por unos mínimos, y no he logrado los mínimos. No quiero pasar veinte años en casa de mi madre buscando un trabajo imposible, esperando o buscando una opción para no estar sólo. Prefiero estar sólo que con cualquier compañía que solapase unas necesidades, hoy día controladas. No sé si logro explicarme.

Yo planteo esto de una forma cruda, con palabras que suenan a frialdad, pero no es así. En mi cabeza hay demasiada frustración, muchas lágrimas ocultas de las que nadie sabe nada. Hay una enfermedad que se ha enquistado, convertida en crónica y que difícilmente tiene cura. Se llama soledad y me ha llevado a mirarme al espejo y a sentirme extraño con una mujer o en compañía. Mi estado natural es la soledad, es estar sin nadie al lado. Lo contrario sería una rara vis. Esa es mi realidad ahora mismo desde esta biblioteca, desde Alicante. “The final countdown” ha comenzado.


Enhebrar fantasías


Podría haber estado en el mismísimo desierto, atisbando a lo lejos cualquier mar agridulce, pero estaba en aquel Mar Aral, en aquel Lahar. ¿Importa el nombre? Ella estaba con un vestido blanco y miraba a todos con altanería, con una soltura que hacía que la repudiara. Bajo el sonido de aquella inolvidable multitud durante varias noches siempre la vi sola, con una copa en la mano, mirando por encima de su hombro, sabiéndose la deidad de aquellas fiestas lustrosas. Celebraciones que para mí fueron únicas en mi vida. Por mirarla, tan sólo por mirarla, atraído por su coquetería de alta escuela, a punto estuve de sacar la violencia por defender la libertad a mirar e imaginar que ganando aquella pelea, la fantasía acabaría con ella y yo en la cama para curar la herida que apenas veinticuatro horas antes había provocado en mi llanto y desesperación. Más éste corazón salvaje, rebelde, no sólo acabó con dignidad, sacando a pasear la oratoria de un tipo noble, sino que además se desprendió de aquella mirada allende otras mujeres que, aquellas noches, noches de fantasía, me regalaron los primeros besos en muchos años. Besos que no olvidaré en mucho tiempo pese a este corazón molido. Porque aquellas noches las recordaré siempre bajo mis sábanas recordando sus dulces y divinos ojos. 

Adiós, Canarias


Desde la última vez que llegué a Tenerife han pasado unos diez años aproximadamente. Mi idea al aterrizar era hacer una breve estancia para volver a Asturias. Sin embargo, todo cambió. Los lazos afectivos con aquella región del norte de España se diluyeron muy poco a poco. En Tenerife, aunque complejo, el camino fue incansable. Tras un primer año de “aclimatación”, opté por realizar estudios de Formación Profesional esperando tener pronto una independencia principalmente económica. Volví pronto a cuestiones periodísticas y enseguida me hice un hueco en aquel medio escrito donde casi de inmediato me convertí en imprescindible.

Hice nuevos amigos. Personas que pensé que permanecerían siempre a mi lado. Ellos me convencieron y yo, de paso, quise que me convencieran. Aquellos tres primeros años me fijé en tres chicas de las cuales dos fueron un fuerte capricho y de esas, una fue un amor “de verdad”. Carmen, Chiqui, Consuelo, Karina, Pamela, Marrero o Kire fueron algunos nombres que quedaron en mi recuerdo de forma indeleble. Hoy son historia. De los anteriores fue la llamada Carmen la amiga que más me hizo cambiar pero al mismo tiempo la que más frustraciones acabó por darme. Su noviazgo me dejó en un segundo plano y al final sufrí esos cambios que ocurren a los jóvenes cuando tienen pareja que acaban, en más de una ocasión, por apartarte de sus vidas y pasas de ser imprescindible a descartable.

Fracasados mis intentos de ubicación laboral vinculados a la Formación Profesional, y también fracasados mis devaneos afectivos, pero apostando muy fuerte por el periodismo me lancé prácticamente sin pensar a la Universidad. Volví cinco años más tarde a la Geografía.

En dos años apareció delante de mí un nuevo mundo. Una tierra donde el noviazgo o la independencia económica no era lo primordial. El grupo de amigos hechos en la F.P. desaparecieron y ello se materializó en dos sentencias de Carmen: “En mi vida ahora mismo mi prioridad es mi novio, no mis amigos”; y “las personas entran y salen de las nuestras vidas por una razón (…)”

Esos dos años siguientes comenzaron a cambiar mi vida que se convirtió en algo “idílico” visto desde la distancia.  Conocí a un montón de buenísimas personas, algunas de las cuáles he mencionado como a mi amigo “el sabio” (una amistad para toda la vida, una amistad de verdad y maravillosa), amigo “hypericum”, amiga “la más violeta”, entre otros. Me enamoré perdidamente de una mujer, la que algunas veces he nombrado y he llamado “amiga palmera”. Hoy es amiga lejana pero en ese momento viví lo que yo atrevidamente llamé “El Plan Perfecto” que consistió en una serie de estratagemas y burdas mentiras para conquistarla que…no funcionó pero….fue precioso todo lo que fui capaz de hacer. No me arrepiento de aquello.

Fue una etapa de vuelta a los 18 años que no pude disfrutar cuando debí. Ir de bar en bar, de copa en copa, de locura en locura. Fuera de la Universidad estaba Tony y Dani, con éste último solía ir a un bar a perder al ajedrez  mientras tomábamos margaritas; con Tony hacía algún que otro film, corto, aventuras nocturnas llenas de miedo patrocinadas por la sugestión. Sin embargo, ambos se fueron de Canarias y, con ellos, se fue la amistad debido a lo que yo achaco de nuevo al cambio de prioridades o, por decirlo pedantemente un “cambio del paradigma sentimental” (pasar de todos los amigos para centrarse y encerrarse en sus respectivas parejas de forma exclusiva).

A principios de 2007 hubo una revolución. Me ofrecieron un contrato de trabajo como periodista y alcancé mi techo tratando asuntos sociales y políticos de la capital tinerfeña. Lo compaginé con la carrera sin éxito. Pensé que jamás sería geógrafo, pero era periodista y aquella etapa fue dura. De un plumazo mi vida social se esfumó. Ésta se limitó a tristísimas noches oscuras de alcohol y mujeres pasajeras de fin de semana.

Pero a fines de ese 2007 tuve un problema de salud que yo ignoré hasta el verano de 2008. Ese año 2008 fue el principio del caos más absoluto. “Rompí” momentáneamente con la actual “amiga palmera” tras dos intentos fallidos de besarla y sus duras palabras que fueron contestadas por mi con un: “Ojalá no te hubiera conocido nunca (…)” (tal cual), que más de medio año más tarde ella olvidaría (y yo me arrepentiría de esa sentencia) porque es, probablemente, la mujer con mayor fondo y menos rencorosa que he conocido.

En aquel verano de 2008 en mi recorrido cruzando a mochila media España una chica se enamoró de mí pero yo jugué con ella; me operaron tres veces durante el mes de septiembre de aquel año, estuve más de seis meses convaleciente, una enfermera de aquel hospital se flipó conmigo y me convirtió en su “amante”. Tras salir del hospital inicié un doble juego entre la enfermera y la otra chica que finalizó en diciembre sin ninguna de las dos y yo “fugado” de Canarias en plena ola de frío peninsular.

Ya en 2009, pero apenas dos semanas después de lo sucedido con la enfermera y la chica del verano, me despidieron del periódico de forma indebida estando aún de baja y yo caí en la primera depresión grave. Quise salir de Canarias hacia Nepal pero “amiga más violeta” me recordó aquello que me había hecho especial: La Geografía. Aún con dolores y convaleciente volví a la Universidad. Tres años más tarde acabé la carrera aprobando cosecutivamente 31 asignaturas (lo digo de memoria, puedo errar en la cifra) con una media de notable alto (esto es absolutamente cierto).

Por el camino aquellos amigos de la Universidad caminaron por sus propias sendas. Yo alcancé el cenit de las relaciones amorosas con la relación con la chica de Navarra, quien colmó todas mis expectativas de vida más allá de lo que pudiera haber imaginado alguna vez. Me llenó en todos los aspectos conocidos y desconocidos. Tras la ruptura –por haber jugado de nuevo con ella y con otra maldita mujer- pasé la segunda y probablemente la más grande depresión de mi etapa adulta que acabó bien.

Y ahora he me aquí. Después de sacarme el carnet de conducir, la F.P., una carrera, de varios años de periodistas, después de decepciones, alegría y felicidad, fiestas, alcohol, noches sempiternas, días escuetos, mujeres pasajeras y amigos. Me reconcilié con mi familia, con mi pasado, soy tío y padrino de un niño al que no sé cómo ni de qué manera pero quiero de una forma inimaginable.

Hace más de un lustro no habría apostado por mí sin alguien a mi lado. Ahora yo soy el que manda en mi vida y he tomado una decisión sin una mujer de por medio, amor u otras coyunturas sentimentales. Lo hago de forma egoísta, por mí y para mí. Y esa es la diferencia con la última vez que abandoné estas islas hacia Asturias con la intención de no regresar. Allí busqué y encontré un amor, una mujer. Ahora sólo quiero saber dónde está mi límite, mi lugar en el mundo… o si acaso ese lugar en este mundo existe para mí. Me lanzo esta vez sin paracaídas sentimental.

¿Qué pasarán en los próximos diez años?
¿Lograré romper este maleficio y de paso los lazos con Canarias de forma definitiva?

Una despedida a cámara lenta


Se me van los días en Tenerife, en Canarias. Se me van. En apenas unos pocos días estaré partiendo hacia tierras lejanas. Mi idea es clara y fija: no volver. La vida es una y después de haber estado años sentado delante de un ordenador y en una biblioteca estudiando, enamorándome, buscando o sin buscar a una mujer, poniendo todas las ganas para intentar ser bueno en lo mío…después de todo eso toca partir cuando las perspectivas no van más allá. Algún buen colega me ha dicho que soy muy ambicioso, otros me llaman valiente, los más atrevidos incluso han dicho que me admiran. Lo primero es falso, no creo ser ambicioso, o bueno, para ser más claros, ambiciono cosas tan sencillas que aquí no las encuentro, no las veo. Me siento estancado, quizá acomodado en situaciones que yo defenestraría. Cuando estaba en la cama del hospital en 2009 quería salir y comerme el mundo…o que el mundo me comiera a mí. Una de dos. Lo segundo lo encuentro exagerado y propio de personas que disculpo por su inocencia. No soy valiente, no soy alguien a quien admirar… o bueno, puede que sí. Que me lo digan me ruboriza y, obviamente, no me lo creo. Yo me siento muy orgulloso por lo que voy a hacer, sólo si lo llevo a tal efecto, que lo haré.

Esta semana han sido las despedidas más duras. Mis compañeros de Geografía. Fue muy duro. No imaginé que pudiera llorar como lo hice. Al día siguiente volví a llorar, y al tercer día, también. La lagrimilla en los ojos y yo maldiciendo esta isla porque en verdad no imaginaba que lloraría por irme de aquí. Pero llevado por el principio personal que reza: las personas son las que hacen especial un lugar, ergo, Tenerife es especial por esas personas, pero sobre todo por lo mucho que los quiero.

Pero es hora del plan B. Aunque en mis más fervientes deseos y allá en el fondo es lo que anhelo, ahora ya no quiero tener una chica, una pareja, ni tan siquiera una vida sencilla o fácil. No, ahora busco un crecimiento personal, hacerlo por mí. Supongo que eso acarreará infinidad de problemas pero si no lo intento, nunca me lo perdonaré. Tengo que dar este paso. El plan B consiste en echarme a andar por el mundo, dando igual todo, sólo quiero recorrer y no estar más de un año en un lugar. Al menos ese es el inicio. La primera parada: Alicante. Para mí esta despedida es definitiva, no habrá vuelta atrás. Y el primer paso llegará el próximo seis de septiembre. Internet comenzará a ser un privilegio para entonces. Ya no tendré una casa propia, ya no estaré asentado cómodamente en mi burbuja. Quiero reventar esa burbuja y hacer hasta lo imposible por recorrer, por conocer personas, lugares, ganarme la vida por mi mismo y saber que soy capaz. Necesito humanidad. Guatemala, Centroamérica, será mi segunda parada dentro de unos meses, pero lo primero es eso. Y como que me llamo William que lo haré. Aunque acabe pobre, aunque acabe reo de mis propias ensoñaciones.

Mi padre lo hizo hace décadas, luchó por si mismo saliendo de estas islas para lograr tener un futuro mejor. Si se quiere, en una nueva dimensión, voy a emular a mi padre, aunque con todas las diferencias del mundo. No me importa fenecer en este intento, pero si me quedo en Tenerife sé que será una forma de morir preso de un pasado que ya no es mío, de unas calles que me olvidaron, y de una ciudad, la capital, que sigue siendo una enemiga psicológica.

Esta noche, penúltima despedida. Ya va quedando menos. A partir del 6 de septiembre mis escritos quedarán, en su mayor parte, en mi desván privado, en mis hojas desaliñadas, en las que ya podré contar hasta el más ínfimo detalle. Seré un poco más libre, un poco menos acólito. Pero claro que echaré de menos, sobre todo en esta última temporada, los escritos y comentarios de Cris, y desde luego que a mi amiga Ana Bohemia. La blogosfera me ha dado cosas, sobre todo personas geniales. Pero en toda vida es necesario un cambio. Y esta es mi hora. 

La suerte del caminante


Cabeza y cuerpo a veces hablan idiomas diferentes. Cualquier caminante sabe eso. Esta contradicción se explica por las ganas y el empeño que uno tiene ante un reto y la respuesta  fallida que el cuerpo te da. Eso fue lo que me pasó a mí.

Al llegar a la capital de aquel país me puse la mochila de más de 20 kilos a la espalda y sin vacilación comencé la subida a una montaña apenas poco más de cien metros en unos pocos metros con un desnivel y un terreno antipático de andar. No pasaron sino apenas un centenar de metros cuando tuve que desalojar la mochila de mi espalda. La carga dolía pero dolía más el tener ganas y sin hacer el mayor esfuerzo tener que parar. Pero me recuperé, la ilusión era harta y un repecho no me iba a detener. Finalicé la ascensión y poco después tocó descender con el dolor a mi espalda. El camino era sencillo pero mi Némesis estaba en la espalda y en todo el cielo en forma de sol. El suave descenso sólo buscó una nueva ascensión a otra montaña de unos 300 metros. Aquella subida la hice por inercia, llevado por unas ganas inusitadas. Malo es cuando tan pronto tienes que acudir a esos recursos para dar un paso. La cima no era tal. Simplemente pasé de una fuerte pendiente a una pendiente suave, cálida, que mataba de a poco. El calor, por ese entonces, me había matado cinco de las siente vidas.

La deshidratación era tal que la camisa era una sábana de sudor. Hice el descenso mortal de necesidad hacia la primera playa a la que rendía visita. No había nadie y como playa era infernal. La sombra era un concepto que no había sido buscado jamás. El camino decía que tenía que remontar parte del valle hasta coger un camino que ascendía dramáticamente. Fue en ese valle donde el corazón palpitó más rápido de lo normal, cuando la caja que lo envuelve dolió de una forma no rememorada. Me asusté. No corría ni una mala ráfaga de viento y no existía árbol o arbusto que diera sombra para protegerme de la venenosa picadura del astro rey que, ya sin saberlo, me había ganado la partida. Pensé que si existía el infierno sobre la tierra tendría que parecerse a aquella peregrinación, a aquel valle del infierno que consumía todas mis energías y recursos. Daba igual el agua, sólo necesitaba protegerme de aquellos rayos que me hacían ceniza de lo que fui. Si Dante Aligeri hubiera andado por aquel valle la Divina Comedia hubiera tenido otro escenario. Los siete pecados capitales hubieran recobrado otro sentido. Cruzar la anastomosis del seco caudal de aquel valle me dejó sin perspectiva de nada. Mareado ya y con todos los síntomas mencionados sabía que caer exhausto al suelo era cuestión de minutos si no encontraba un lugar donde guarecerme. Y como si fuera pedido a una deidad, apareció una pequeña cueva que parecía más una madriguera. Con los ojos cerrados me despojé de las botas, malamente puse el saco y caí rendido. Recuerdo gemidos de dolor y agotamiento pero sobre todo el alivio de la sombra de un corazón que casi en su aceleración en un pecho que volvió a su bajamar.

La primera etapa de 10,5 kilómetros se había saldado con un recorrido de unos 7 kilómetros sin poder subir la tercera montaña de unos 800 metros y con un cuerpo destripado, ajado por el calor y por un peso que era una tercera parte de mi propio peso. Mi abrigo, mi manta aquella noche fueron un millón de estrellas que oraron por mi. Tuve miedo de no poder salir de allí. Por primera vez pensé que una arrancada de las mías iba a acabar conmigo. Y después de muchas montañas mi indignación era mayúscula al ver que dos ínfimas colinas habían podido conmigo. La cuestión que me planteé cuando desperté del desmayo, al cobijo estelar era: seguir o volver. ¿Qué supondría otras alternativas? Pero ¿Acaso tenía realmente alternativas? Tenía miedo de no salir de allí. Me veía una estadística de esas que salen en diez segundos en la tele o en media columna de un periódico. Detestaba ver aquello o siquiera imaginarlo. Lo incoherente era continuar a sabiendas de que el peso del morral me impediría subir los casi 800 metros hasta el caserío abandonado. Lo responsable era volver. Aunque mi cabeza quería, mi cuerpo no podía. Me agobié mucho. La ansiedad apareció pero ese maravilloso ser que habita y aparece en mi a veces me dijo: “tranquilo, no pasa nada, llegar sano es el mejor premio”. Entendí que en aquella situación en verdad regresar era un hito, era el mejor premio. Entender los límites y el poder aniquilador del sol es para un caminante una evolución importante, tanto como el culminar la dureza de una montaña.

Así pues, muerto de miedo, con las piernas traicioneras temblando como pocas veces, agarré la linterna y, de madrugada, salí para esquivar o esconderme del averno disfrazado de sol. Costó mucho, realmente pasé miedo a desmayarme a deshidratarme completamente, a que el corazón dijera: ¡¡Basta!! Pero llegué a la capital, miré allende las nubes y supe que mi próximo destino no era huir de la suerte del caminante, sino buscar otra batalla en la montaña para resarcirme. Eso hice.