La suerte del caminante


Cabeza y cuerpo a veces hablan idiomas diferentes. Cualquier caminante sabe eso. Esta contradicción se explica por las ganas y el empeño que uno tiene ante un reto y la respuesta  fallida que el cuerpo te da. Eso fue lo que me pasó a mí.

Al llegar a la capital de aquel país me puse la mochila de más de 20 kilos a la espalda y sin vacilación comencé la subida a una montaña apenas poco más de cien metros en unos pocos metros con un desnivel y un terreno antipático de andar. No pasaron sino apenas un centenar de metros cuando tuve que desalojar la mochila de mi espalda. La carga dolía pero dolía más el tener ganas y sin hacer el mayor esfuerzo tener que parar. Pero me recuperé, la ilusión era harta y un repecho no me iba a detener. Finalicé la ascensión y poco después tocó descender con el dolor a mi espalda. El camino era sencillo pero mi Némesis estaba en la espalda y en todo el cielo en forma de sol. El suave descenso sólo buscó una nueva ascensión a otra montaña de unos 300 metros. Aquella subida la hice por inercia, llevado por unas ganas inusitadas. Malo es cuando tan pronto tienes que acudir a esos recursos para dar un paso. La cima no era tal. Simplemente pasé de una fuerte pendiente a una pendiente suave, cálida, que mataba de a poco. El calor, por ese entonces, me había matado cinco de las siente vidas.

La deshidratación era tal que la camisa era una sábana de sudor. Hice el descenso mortal de necesidad hacia la primera playa a la que rendía visita. No había nadie y como playa era infernal. La sombra era un concepto que no había sido buscado jamás. El camino decía que tenía que remontar parte del valle hasta coger un camino que ascendía dramáticamente. Fue en ese valle donde el corazón palpitó más rápido de lo normal, cuando la caja que lo envuelve dolió de una forma no rememorada. Me asusté. No corría ni una mala ráfaga de viento y no existía árbol o arbusto que diera sombra para protegerme de la venenosa picadura del astro rey que, ya sin saberlo, me había ganado la partida. Pensé que si existía el infierno sobre la tierra tendría que parecerse a aquella peregrinación, a aquel valle del infierno que consumía todas mis energías y recursos. Daba igual el agua, sólo necesitaba protegerme de aquellos rayos que me hacían ceniza de lo que fui. Si Dante Aligeri hubiera andado por aquel valle la Divina Comedia hubiera tenido otro escenario. Los siete pecados capitales hubieran recobrado otro sentido. Cruzar la anastomosis del seco caudal de aquel valle me dejó sin perspectiva de nada. Mareado ya y con todos los síntomas mencionados sabía que caer exhausto al suelo era cuestión de minutos si no encontraba un lugar donde guarecerme. Y como si fuera pedido a una deidad, apareció una pequeña cueva que parecía más una madriguera. Con los ojos cerrados me despojé de las botas, malamente puse el saco y caí rendido. Recuerdo gemidos de dolor y agotamiento pero sobre todo el alivio de la sombra de un corazón que casi en su aceleración en un pecho que volvió a su bajamar.

La primera etapa de 10,5 kilómetros se había saldado con un recorrido de unos 7 kilómetros sin poder subir la tercera montaña de unos 800 metros y con un cuerpo destripado, ajado por el calor y por un peso que era una tercera parte de mi propio peso. Mi abrigo, mi manta aquella noche fueron un millón de estrellas que oraron por mi. Tuve miedo de no poder salir de allí. Por primera vez pensé que una arrancada de las mías iba a acabar conmigo. Y después de muchas montañas mi indignación era mayúscula al ver que dos ínfimas colinas habían podido conmigo. La cuestión que me planteé cuando desperté del desmayo, al cobijo estelar era: seguir o volver. ¿Qué supondría otras alternativas? Pero ¿Acaso tenía realmente alternativas? Tenía miedo de no salir de allí. Me veía una estadística de esas que salen en diez segundos en la tele o en media columna de un periódico. Detestaba ver aquello o siquiera imaginarlo. Lo incoherente era continuar a sabiendas de que el peso del morral me impediría subir los casi 800 metros hasta el caserío abandonado. Lo responsable era volver. Aunque mi cabeza quería, mi cuerpo no podía. Me agobié mucho. La ansiedad apareció pero ese maravilloso ser que habita y aparece en mi a veces me dijo: “tranquilo, no pasa nada, llegar sano es el mejor premio”. Entendí que en aquella situación en verdad regresar era un hito, era el mejor premio. Entender los límites y el poder aniquilador del sol es para un caminante una evolución importante, tanto como el culminar la dureza de una montaña.

Así pues, muerto de miedo, con las piernas traicioneras temblando como pocas veces, agarré la linterna y, de madrugada, salí para esquivar o esconderme del averno disfrazado de sol. Costó mucho, realmente pasé miedo a desmayarme a deshidratarme completamente, a que el corazón dijera: ¡¡Basta!! Pero llegué a la capital, miré allende las nubes y supe que mi próximo destino no era huir de la suerte del caminante, sino buscar otra batalla en la montaña para resarcirme. Eso hice. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario