Por aquellas tierras tan
capitalizadas, relumbrantes, famosas y heterogéneas, desperté durante algo más
de una semana. Esos amaneceres siempre tenían un sentido. El sentido de coger
sol, de bañarme hoy en el Atlántico, cerca del Golfo de Cádiz, mañana al sur
del sur de Iberia, al día siguiente en aguas del estrecho. Más tarde llegó el
cálido Mediterráneo para acabar ahogado con el agua por las rodillas
sempiternamente en el Mar Menor. Recorrí kilómetros, más de mil kilómetros tan
sólo con un par de mudas de ropa, el saco de dormir y los enseres más básicos,
sin lujos. Pintando la vida de lo que otrora antes todos éramos, nómadas del
mundo. Una existencia que podría echar de menos. Aunque no echaré tanto de
menos esas vivencias como el pintarme cada día con los regocijos de la compañía
femenina necesaria, del calor, de un techo, de no estar a la intemperie.
Clavarme en un corazón, necesitado de encontrar esos “clítoris detrás de las
cortinas”. Con suma tranquilidad cada día lo vivía ‘como si no hubiera mañana’,
así estaba tranquilo, daba igual todo porque cada día moriría en cualquier
sitio y el proseguir no me depararía el mismo lugar, ni las mismas sensaciones,
ni las mismas emociones, unas veces paroxiales, otras nimias. Floté en una vida
única sin olvidar esos amaneceres, siempre al alba, muy alba y escuchando en mi
cabeza, sólo en mi cabeza, cómo entonces me pintaba la vida con un decorado tan
solaz, rutilante y maravilloso. Nunca te olvidé.
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