Porque en los frutos de la
felicidad no siempre todo es blanco y maravilloso. La tristeza fue un compañero
infiel que me engañaba en las esquinas con el recuerdo de aquella isla que
abandoné casi como huyendo. De frente, sonriente, a veces tenso, muy callado,
escrutante de todo lo que se posaba delante de mis ojos. Por detrás, la
sapiencia de saber que era la última vez que vería aquellos pagos. Las playas
eternas junto a aquel portentoso puerto; aquellas tierras eternas de cultivos,
las costas de arena de cientos y cientos de kilómetros, la historia rebosante
de algunos pueblos, la enhebrada urbanización de otros lares, la pérdida de una
ciudad en ninguna parte, entre coqueta e hipócrita, el embrujo de la granada,
los postreros días menores previo a la dolorosa despedida de la vida nómada.
Porque la trayectoria dejó el vaso lleno y el vaso vacío. Llenos, vasos llenos
riéndonos de nosotros mismos, de nuestra forma absurda pero orgullosa de
recorrer, de conocer a personas, elogiar, convertir momentos en cuestiones
únicas, de perder de vista los días y el itinerario. Convertir jueves en
sábados, viernes en martes e inventándonos nuevos días de una semana que se
quedaba demasiado corta. El invento no sirvió para nada. ¿Qué significaba un
martes? No servía de nada saber el día del mes, ni el nombre que tenía aquella
existencia porque simplemente vivimos, como vivimos desnudos el asearnos y
almorzar detrás de un Camposanto, vivir la puta umbría riéndonos a carcajadas
de nuestro orgulloso avanzar. Vasos vacíos, vacío de saber que aunque lo
intentara, las personas serían pasajeras, los lugares efímeros, los recuerdos
olvidadizos y en particular, pasaría de la ferviente y cariñosa compaña, a la
más absoluta de la soledad. Pasaría a recordar a intentar revivir, a llorar por
no estar. Las inevitables comparaciones con mis compañeros de vivencia,
sintiéndome ignoto a su lado, cuasi prescindible ante su notoria vivacidad de
los acontecimientos y mi, a veces, timorata conducta que denotaba, sin duda, la
falta de experiencias. Aquellos días descubrí una felicidad que sobró. No me
hacía falta aquello, más, el destino me lo proporcionó. Hoy lloro de tristeza
lo que más adelante comenzaré a recordar como un viaje idílico, ayer no lograba
engarzar todos los acontecimientos precipitados a la vera del astro rey que
dejó su huella en cada parte de nuestro cuerpo. Obtuve ósculos y amplexos que
no pedí pero que necesité. Aturdido hoy, intento comprender cómo se puede
querer lo que no pediste tener. Ahora meditabundo y taciturno, comienzo a
comprender que en la caja de nombre felicidad, persiste una llamada tristeza
que, si tú quieres, puede apenas ser perceptible si te empeñas en vivir con
amor, pasión y tranquilidad lo que el destino y los amigos te ofrecen sólo una
vez en tu vida.
¡Que bien que escribes amigo!
ResponderEliminarEscribir es un buen desahogo, y aquí se intuye la nostalgia. Espero que esa cajita de nombre felicidad se llene de cositas hasta que puedas sentir plenamente esa sensación. Y a ver si la cajita de tristeza se vacía del todo, hasta que no quede nada...