Y entonces me hallé allí, como
casi siempre, solo, pendiente de la resolución de una misticidad trivial.
Vislumbré el semáforo en rojo, el cruce de varias calles y solo una con salida.
La elección compleja si quiero hacerla bien.
Y entonces fue cuando volví a
hollarme en mi propia cima, en ese púlpito sagrado que pocas veces veo. Me
reconocí, vi las orejas del falso destino, el que me quiere engañar y engatusar
y por fin lo vi todo claro. Fue durante cinco segundos, pero dejó una estela
como la de un cometa lo suficientemente visible como para seguirlo con
telescopio.
Y fue entonces cuando volví a
cerrar los ojos, con esa carita de tonto que pocas veces he puesto en verdad y
vi mi destino, mi presente tan claro como un vaso de agua. Todo era diminuto,
ínfimo…fue nada. Volví a encontrarme a mi mismo, a reconocer que no me salvarán
las mismas aventuras-desventuras de mis 18 años, que mi cuerpo ha mutado, que
las drogas y mi contumaz actitud es el empecinamiento y obstinación de quien
quiere condenarse sin juicio, juez, ni jurado. Yo no era ese. No lo soy. Por
fin vi lo que quería, lo vi como hacía tiempo no lo veía. Y lloré de alegría.
Sí, era un sueño creado por mi, para mí, pero hacía tanto, pero tantísimo que
un sueño era tan intrínsecamente mío que no pude evitar la emoción.
Y entonces por fin, gracias a esa
melodía, fue cuando vi el camino. La solución a todo.
La más simple. La más sencilla. Sí. Nos empeñamos en buscar grandes señales, en mirar a los horizontes, a los mares, a las montañas... pero a veces, y sólo a veces, es tan sólo una farola, una hormiga, algo muy pequeño y trivial lo que nos hace darnos cuenta de las cosas. Si todo fuera así de sencillo y tuviéramos esos ojos cada vez... que guay sería todo.
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