Salí de esa cueva que yo llamaba casa. Giré a mi izquierda y
comencé a caminar bajo el incesante sol irradiaba más energía que nunca. No
recordaba casi cuándo fue la última vez que sentí tanto calor. En menos de cien
metros ya estaba sudando. Subo una cuesta. Las cornisas de las casas hacen que
haga una agradable sombra. Casi dormido aún, cierro los ojos y me pongo a
pensar en esa noche. Ralentizo mi ritmo, contemporizando, gustándome en cada
paso. La cadencia de mi caminar marca el mismo ritmo que la escena que viví. Aún
me parece mentira. Hacía tanto, pero tanto tiempo que no miraba a alguien a los
ojos de esa manera que parecía que estuviese rodeado de una dicha inabarcable. Qué
noche más maravillosa. Ella me hablaba y yo escrutaba sus labios, su sonrisa,
sus gestos, la mirada. Me convertí en inerte, sólo quería ver cada detalle,
escuchar cada palabra sin pensar en nada más.
Paraba unos segundos. Entonces yo bajaba la cabeza. Al
subirla como quien sube una dura montaña quería escalar hasta sus labios para
sellarlos con los míos. Pero volvía a hablar. Ella no quería que fuera ese el
momento. Yo era incapaz de resistirme al hechizo de sus palabras. Ella era
inmune a la mirada más intensa que era capaz de emitir. Una roca sonriente,
atractiva. Despertaba en mí una masculinidad de que hacía mucho tiempo que una
mujer no era capaz de incitar.
Asentía con mi sonrisa más pícara, más, me sentía
absolutamente incapaz de sellar ese momento con un beso. Puede que no me ganase
su favor. Puede que estuviera de más. Lo más seguro es que me rechazara y decidiese
cortar. Pero quería poder intentarlo, pero las garras de los fantasmas de las
navidades pasadas me acorralaban. Me sentía engullido por el fracaso y me
arrugaba. La impotencia era harta.
Mientras la llevaba a su casa disfrutaba con su melodiosa
voz y no paraba de hacerle preguntas para que en la vuelta a casa sonara su
dulce voz en mis oídos, imaginando que ella imaginaba que me susurraba cosas al
oído. Me imaginaba al llegar a casa, en unos minutos abrazado al cojín que ella
minutos antes abrazaba. Pensaba en lo que sucedería más tarde. Que me pasaría
toda la noche pensando en su voz diciéndome cosas en voz baja. Juntos, muy
juntos. Acurrucados. Dejándonos escapar algunos besos. Parando el tiempo y,
poco a poco, que la danza del sueño nos llevara al más alto templo.
Cuando abrí los ojos estaba encharcado en sudor. Ella no
estaba. No sabía siquiera si había estado. Los caprichos de mi memoria se
preguntaban si eso había ocurrido. ¿Estaba ella ayer en mi sofá? ¿Habíamos
hecho el amor? ¿Realmente estuvimos toda la tarde en la playa? Me puse en
cuclillas. Miré al suelo mientras el azote del dios solar mataba cada centímetro
de frescor en mi enfermiza mente.
Me asfixio. Me mareo. Caigo al suelo. Cierro los ojos y
siento sólo una gran quemazón en todo mi cuerpo. Mi mundo converge en varias
direcciones. ¿A dónde voy? Pierdo totalmente la conciencia.
-Jean. ¡¡¡Jean!!!
-Que – respondo con un hálito de voz totalmente exánime-.
Siento una caricia en la faz. Una mano mece mi cara. Unos
labios me besan. Despierto y…
Salgo de esa cueva que yo llamo casa rumbo a cumplir la rutina del día a
día
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