Ahora mismo estoy partiendo hacia Ochagavía (Navarra), un pueblo que
me maravilló como en su momento lo hizo Espinaredo en Asturias. Ya no volveré a
caminar por calles pamplonesas, ya nada de lo que me ligaba a esta ciudad
existe, ya no hay más fantasmas. El único monstruo que existe es el de la
soledad, el de la fortaleza que hace tenga una coraza amurallada, opaca y que no
permite el paso a nada ni a nadie. Llueve, hace frío, está nublado y la
visibilidad es casi nula. A lo lejos se perciben las montañas nevadas. Me
siento un poco ese ídolo que tantas veces nombro y que tan controvertido llega
a ser, Zaratrusta. Qué fantástico sería vivir en una montaña aislada, lejos de
todo y dar rienda suelta a mis ansias nomadistas. En este trayecto me siento
realmente feliz porque siento que es parte del camino que he de recorrer para
encontrar mi lugar en el mundo. Oh, mi lugar en el mundo, ojalá lo supiera,
ojalá supiera que mi destino es recorrer ciudades, montañas y vivir. Estoy aquí
y estoy disfrutando pero al mismo tiempo necesito saber más de la mujer que
recientemente ha removido mi mundo. Esta historia ha sido corta pero al mismo
tiempo me ha llenado. Sin embargo, su silencio comienza a doler un poco. Me
recuerda a otros silencios, a otras situaciones vividas en las que la otra
persona no ha querido aclarar las cosas y creo que no es justo hacerla
responsable de mi pasado, que ella no está obrando mal, sino que mi cabeza no
es justa. Llegué a Ochagavía, muy cerca de la Selva de Irati, en el valle de
Salazar. Este pueblo es precioso, con su río que lo parte a la mitad, sus
calles empedradas, sus casas añejas. Me encuentro perdido buscando el hostal
donde pasaré la noche. He buscado durante casi una hora y no lo encuentro.
Anduve maravillado por este pueblo. Las puertas están abiertas pero no hay
nadie en casa. Llueve y hace frío pero me siento tan sublimemente feliz que no
me lo creo. He preguntado a tres personas por el lugar donde debo quedarme las
próximas dos noches pero no consigo dar porque no tiene el nombre por fuera de
la casa. Lo intento con dos casas, y no hay manera. La gente en parte se
extraña de mi presencia pero la sensación es agradable. Venzo mi timidez y
llamo al timbre de una casa vieja con puerta y suelo de madera. Tras un tiempo,
aparece una mujer mayor, “Merche” se hace llamar. Está con una especie de
albornoz viejo de color azul cielo. El día anterior la había llamado para
reservar dos días y se acordaba de mí, aunque para seguir dando vida a esto, en
vez de darle mi verdadero nombre, le di
el nombre por el que la chica de la que he hablado me conoce. Ella ha sido la
única en toda mi vida que me ha llamado así y al estar pensando tanto en esta
historia, decidí que me llamaran por ese nombre.
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