Quizás fue Stanley Kubrick el que
inventó ese tipo de felicidad tan despreocupada, descorazonada. Sí, recuerdo a
‘Lolita’ de este director. Recuerdo sobre todo el final, la indolente felicidad
y sobre todo la avaricia y egoísmo de aquella joven muchacha cuyos pecados
fueron exculpados por su precocidad y juventud.
Cuando vi por primera vez a
Cristina no levantaba apenas ni un metro del suelo. Era una canija, morena y
muy dicharachera. Yo en verdad no estaba en absoluto interesado en ella. Nunca
me gustaron los críos y menos los revoltosos y los exacerbadamente felices como
era su caso. La historia comenzó con aquel abrazo. Ese amplexo acabó conmigo y
con mi resistencia. Porque ella huyó en mis brazos después de los maltratos que
había recibido. Aún recuerdo cuando llegué a casa con ella. Mi familia se quedó
estupefacta. Cristina me miraba con esperanzas. En realidad nadie me había
mirado como lo había hecho esa diminuta chiquilla. Si alguien me pregunta el
por qué, no sabría decirlo, pero el caso es que la custodia de Cristina me la
‘endosaron’ los servicios sociales casi por sufragio universal. De repente era
el padre perfecto para ella.
Los míos no me veían como padre.
No me veían capaz de lograr llevar a Cristina a un buen puerto y lograr que
aquella felicidad bisoña fuera infranqueable. Razón no les faltaba, puesto que
siempre demostré ser un desastre en la educación y particularmente con los
críos, por quien manifestaba una abierta alergia. Si he de ser sincero, fue
ella la que me educó a mí. Pese a su cortísima edad, estaba muy ducha en
asuntos que le eran muy lejanos. Reticente primero e indolente después, el caso
es que, como dije, Cristina cayó en mi casa.
Pasaron los años y ella creció
enseguida. Juro que yo no hice absolutamente nada porque ella me quisiera. Era
una muchacha ya cuando comenzó a ser cada vez más cariñosa, más extrovertida
aún. No me trataba como un padre, sino como un amigo. Yo, poco despierto en
relaciones sociales no entendía nada, pero tampoco me esforzaba en buscar una
explicación posible. Qué coño, la quise. Sí, pasamos muchas cosas juntos.
Siempre fui permisivo con una muchacha que era un ángel. Nunca me dio un motivo
para preocuparme. Creo que ella misma hubiera podido educarse. Sibarita y
autodidacta, Cristina me superaba en muchas facetas de la vida.
No me acordaba de su cumpleaños.
No estaba realmente seguro de qué edad tenía. Ni tan siquiera sabía a ciencia
cierta si tenía o no la menstruación. Tal era el grado de mi ignorancia y pese
a todo nos queríamos de forma desprendida. Le financié todos sus estudios, sus
caprichos. La mantuve y le hice todos los gustos incluso cuando mi economía no
estaba para presumir. No era mi hija. Nunca la sentí como tal. Era un parásito
extraño que vivía conmigo y que, no sé por qué, me abrazaba, me besaba y me
acariciaba mientras yo era esquivo con ella. Era una forma extraña, la mía, de
quererla. En mi soledad y en mi miedo a tener cualquier relación, ella era una
Némesis oculta, pero la presentía.
Ocurrió hace ya varios años. Yo
estaba en el salón. Era otoño y ella había acabado la carrera. Estaba en ese
impass que tienen los veinteañeros de entonces. Como de costumbre, había
llegado de estar con sus amigas de la universidad. Como siempre me saludó con
entusiasmo, con un beso en la mejilla y su abrazo especial de ‘te quiero’.
Cruzó el pasillo, primero a su habitación y luego al baño. Yo solía escuchar en
otoño, y a esas horas algún disco de vinilo de Los Beatles, supongo que por
aquellas fechas, el Magycal Mistery Tour. Súbitamente dejó de sonar. Escuché
unos pasos con los pies desnudos. Alcé la vista y vi a Cristina desnuda frente
a mí, apoyada sobre el marco de la puerta. Ocultaba su boca, pero no sus ojos.
Por extraño que fuera, aquello no sólo no era habitual, sino que desde que
comenzara su edad adulta, nunca la había completamente desnuda. Hubiese
reconocido aquella mirada de entre un billón de miradas. Era trémula, cálida,
una mirada que pedía a gritos un hombre. Reaccioné díscolo. Le ordené que se
fuera a vestir. Una orden, era tan extraño…yo dando una orden, ella desnuda.
Todo era demasiado raro. Ella comenzó a acercarse poco a poco a mí. No supe ni
pude reaccionar. La atonía me paralizó. No podía dejar de ver sus pechos, su
mirada, su sexo. Era una batalla silente, un soldado raso, con armas y
totalmente beligerante, atacaba a un pobre y desnutrido submarino que buscaba
ya la retirada de menesteres tan guerreros. Los detalles, creo que sobran en
esta historia. No pude resistirme a sus encantos y aquella noche hicimos el
amor. Pese a mi arrepentimiento, pese a mi pesar, Cristina hizo todo lo posible
durante las siguientes semanas para exculparme de cualquier responsabilidad. No
sólo eso. Me confesó que hacía muchos años se sentía muy atraída por mí, era
amor, pero no amor de hija. Como me pasaba a mí, ella no me sentía como un
padre, sino como otra cosa. Me dijo que sólo sabía que quería estar conmigo, en
mi cama, besarme en la boca y que cada noche la hiciera suya. Quedé
absolutamente atribulado. Mi primera reacción fue la de huir. De hecho lo hice.
Estuve una semana sin verla, huí de casa. Al cabo de ese tiempo volví y vi a
Cristina rota, llorando y suplicando que no volviera a irme, que yo lo era todo
en su vida y que su felicidad dependía de que yo estuviera con ella.
Acepté no volver a huir, pero
intenté que comprendiera que, además de la diferencia de edad, nos separaba
todo lo que entre un hombre y una mujer les puede separar. Ella, lejos de
entenderlo, hizo todo lo posible para que yo entrara en su juego. Lo hizo como
sólo una mujer de su edad y su atractivo lo podía hacer. Sabía que yo era un
hombre tosco, solitario y sabía que me hacía falta su cariño aunque nunca se lo
hubiera dicho. Atacó en el flanco más débil. Un año más tarde, tras muchos
tiras y aflojas y su incansable acoso, Cristina y yo teníamos una relación
adulta.
Por supuesto que todos pusieron
el grito en el cielo. Mi familia dejó de hablarme. Sus amigas no lo
comprendían. Vivimos en una burbuja en donde sólo nos teníamos los dos. Ella
era feliz, juraría, aunque no lo aseguraría, que era incluso más feliz que
antes. Pasamos dos años más así. Llegó a enternecerme, a cambiar mi modo de
acción y reacción. Cristina moldeó en mí algo que aún no logro entender. Creo
que moriré intentando explicar por qué sucedió y qué hizo para que yo llegara a
un estado de ‘acolicismo’ total. Porque era un ser totalmente acólito de ella.
De sus palabras, siempre adulándome. Para ella yo era el mejor, no había nadie
como yo. Nunca creí aquello pero sus demostraciones me hicieron dudar. Pero lo
que realmente hizo someterme a sus caprichos fue el sexo. Fue un auténtico
esclavo de sus peticiones más bajas, más degeneradas. Pese a mi edad, nunca
había hecho tantas cosas en ese aspecto. Me abrió un mundo totalmente enfermizo.
Si al principio, durante el primer año, fue ella siempre la que venía a por mí
para hacer el amor, tiempo después acabé siendo yo el que la buscara para
hacerla mía. Me pedía que la azotara mientras la penetraba. Me pedía que la
llamara ‘puta’, quería que le dijera que ella era ‘mi putita’. Me pedía que
hiciera y dijera cosas que nunca antes había dicho o hecho. Al final caí en
aquella enfermedad y el sexo se convirtió en algo inexplicable y sucio.
Ella contaba alrededor de unos
treinta años cuando todo acabó. Y no finalizó porque yo quisiera. Sucedió que
conoció a otro hombre sólo un poco menor que yo pero también con cierta
diferencia de edad. Fue realmente traumático. Dejó la casa después de más de
dos décadas. Para ella resultó demasiado sencillo desprenderse de los
recuerdos, de nuestra relación, de todo cuanto habíamos vivido. De un día para
otro su amor se había acabado. Cuando supe quién era mi sustituto enloquecí.
Quería matarlo porque ella era ‘sólo
mía’. La chantajeé sentimentalmente, le dije que si no volvía conmigo, lo
mataría. No fue una amenaza al aire. Realmente estaba totalmente fuera de mí.
Ella se apresuró a llevar acciones para que él cambiase su rutina y yo no
pudiera verlo ni encontrarlo. Durante tres meses continué con mis chantajes
sentimentales, la buscaba hasta en el último rincón. Incluso en varias
ocasiones acabamos de nuevo en la cama en lo que resultaba la más burda de las
infidelidades hacia su nuevo ‘hombre’. Empero, las cosas habían girado ciento
ochenta grados. De repente ella era fría, distante, rehusaba siquiera decirme o
hacer algo que conllevase ya no sólo amor, sino incluso cariño. Por el
contrario, yo me convertí en su mendigo, adorándola y venerándola de una forma
en la que nunca imaginé que llegaría a hacer.
Recuerdo perfectamente aquel
dieciocho de noviembre. Después de varias semanas de tranquilidad en la que yo
intentaba tranquilizarme con anti ansiolíticos y con ayuda psiquiátrica, ella
apareció de repente en mi casa, en la que había sido nuestra casa. Cauta y
comprensible, había llegado con un solo fin: pedirme dinero. Necesitaba una
importante suma para realizar un máster. Tras firmarle un cheque por valor de
doce mil euros, se despidió de mi con un suave beso en mi mejilla. Antes de
atravesar por última vez la puerta de la casa se giró y me dijo: “te prometo
que te llamaré, nos veremos pronto”.
Nunca me llamó, y nunca volvimos
a vernos cara a cara. Han pasado ya varios años desde entonces. Durante los
primeros meses mi tiempo de ocio lo dediqué a seguirla, a observar todo lo que
hacía. Las recomendaciones de mi psiquiatra y las pastillas que tomaba me
obligaron a dejar de hacerlo. Estuve mucho tiempo narcotizado y acabé
perdiéndola de vista. La resaca de Cristina no acabó nunca.
Más, la razón de escribir esto
obedece a que después de mucho tiempo he vuelto a ver a Cristina. La ví en un
lejano parque. Pasaba con el coche y como si el destino me quisiera decir algo,
la puso delante de mí. Ella no me vio. Yo aparqué y la observé. Estaba con otro
hombre. Ambos reían, se acariciaban, se besaban. Eran felices. Rezumaba
felicidad por todos lados. No había ni un solo gesto en su cara, ni en su
cuerpo que pudiera hacer pensar que nuestra separación resultara traumática
para ella.
Lloré con ligereza. Tranquila y pausadamente
me fui de allí. Nunca olvidaré aquellas horas con aquel otro hombre. No
olvidaré sus gestos desprendidos de cualquier preocupación. No creo que haya
llegado a entender que para ella sacarme de su vida resultase tan sumamente
sencillo. Sé que nunca más la volveré a ver, nunca me llamará y nunca
lograremos solucionar nada. Egoístamente quisiera que no fuera feliz, que no
pudiera reír, que supiera si acaso en un nimio porcentaje lo que he tenido que
pasar por intentar superar lo suyo. Intentarlo siquiera, pues aún quedan muchos
rescoldos, nada menos que cada esquina de la casa donde creció y todas las
vivencias que tuvimos desde su primer abrazo, hasta que cruzó por última vez la
puerta de mi casa.
Sin saberlo entonces, y no ha
sido hasta hace poco que he logrado establecer el paralelismo con la obra de
Kubrick. Creo que la felicidad nunca debería ser en detrimento del pesar de
otros. No lo sé. He llegado a viejo sin encontrar repuestas factibles a
cuestiones que para el resto parecen ser de fácil solución. Fui realmente feliz
durante mucho tiempo, me mantuve firme en mis convicciones. Era un hombre de
verdad hasta que ella me desdibujó con su desnudez, con su ardid sentimental.
Aún después de todo sigo preguntándome lo mismo que el primer día, la pregunta
que, pese a las numerosas respuestas, nadie ha logrado satisfacerme. Esa
pregunta que cada día se repite. ¿Por qué?