Un 18 de noviembre


Quizás fue Stanley Kubrick el que inventó ese tipo de felicidad tan despreocupada, descorazonada. Sí, recuerdo a ‘Lolita’ de este director. Recuerdo sobre todo el final, la indolente felicidad y sobre todo la avaricia y egoísmo de aquella joven muchacha cuyos pecados fueron exculpados por su precocidad y juventud.

Cuando vi por primera vez a Cristina no levantaba apenas ni un metro del suelo. Era una canija, morena y muy dicharachera. Yo en verdad no estaba en absoluto interesado en ella. Nunca me gustaron los críos y menos los revoltosos y los exacerbadamente felices como era su caso. La historia comenzó con aquel abrazo. Ese amplexo acabó conmigo y con mi resistencia. Porque ella huyó en mis brazos después de los maltratos que había recibido. Aún recuerdo cuando llegué a casa con ella. Mi familia se quedó estupefacta. Cristina me miraba con esperanzas. En realidad nadie me había mirado como lo había hecho esa diminuta chiquilla. Si alguien me pregunta el por qué, no sabría decirlo, pero el caso es que la custodia de Cristina me la ‘endosaron’ los servicios sociales casi por sufragio universal. De repente era el padre perfecto para ella.

Los míos no me veían como padre. No me veían capaz de lograr llevar a Cristina a un buen puerto y lograr que aquella felicidad bisoña fuera infranqueable. Razón no les faltaba, puesto que siempre demostré ser un desastre en la educación y particularmente con los críos, por quien manifestaba una abierta alergia. Si he de ser sincero, fue ella la que me educó a mí. Pese a su cortísima edad, estaba muy ducha en asuntos que le eran muy lejanos. Reticente primero e indolente después, el caso es que, como dije, Cristina cayó en mi casa.

Pasaron los años y ella creció enseguida. Juro que yo no hice absolutamente nada porque ella me quisiera. Era una muchacha ya cuando comenzó a ser cada vez más cariñosa, más extrovertida aún. No me trataba como un padre, sino como un amigo. Yo, poco despierto en relaciones sociales no entendía nada, pero tampoco me esforzaba en buscar una explicación posible. Qué coño, la quise. Sí, pasamos muchas cosas juntos. Siempre fui permisivo con una muchacha que era un ángel. Nunca me dio un motivo para preocuparme. Creo que ella misma hubiera podido educarse. Sibarita y autodidacta, Cristina me superaba en muchas facetas de la vida.

No me acordaba de su cumpleaños. No estaba realmente seguro de qué edad tenía. Ni tan siquiera sabía a ciencia cierta si tenía o no la menstruación. Tal era el grado de mi ignorancia y pese a todo nos queríamos de forma desprendida. Le financié todos sus estudios, sus caprichos. La mantuve y le hice todos los gustos incluso cuando mi economía no estaba para presumir. No era mi hija. Nunca la sentí como tal. Era un parásito extraño que vivía conmigo y que, no sé por qué, me abrazaba, me besaba y me acariciaba mientras yo era esquivo con ella. Era una forma extraña, la mía, de quererla. En mi soledad y en mi miedo a tener cualquier relación, ella era una Némesis oculta, pero la presentía.

Ocurrió hace ya varios años. Yo estaba en el salón. Era otoño y ella había acabado la carrera. Estaba en ese impass que tienen los veinteañeros de entonces. Como de costumbre, había llegado de estar con sus amigas de la universidad. Como siempre me saludó con entusiasmo, con un beso en la mejilla y su abrazo especial de ‘te quiero’. Cruzó el pasillo, primero a su habitación y luego al baño. Yo solía escuchar en otoño, y a esas horas algún disco de vinilo de Los Beatles, supongo que por aquellas fechas, el Magycal Mistery Tour. Súbitamente dejó de sonar. Escuché unos pasos con los pies desnudos. Alcé la vista y vi a Cristina desnuda frente a mí, apoyada sobre el marco de la puerta. Ocultaba su boca, pero no sus ojos. Por extraño que fuera, aquello no sólo no era habitual, sino que desde que comenzara su edad adulta, nunca la había completamente desnuda. Hubiese reconocido aquella mirada de entre un billón de miradas. Era trémula, cálida, una mirada que pedía a gritos un hombre. Reaccioné díscolo. Le ordené que se fuera a vestir. Una orden, era tan extraño…yo dando una orden, ella desnuda. Todo era demasiado raro. Ella comenzó a acercarse poco a poco a mí. No supe ni pude reaccionar. La atonía me paralizó. No podía dejar de ver sus pechos, su mirada, su sexo. Era una batalla silente, un soldado raso, con armas y totalmente beligerante, atacaba a un pobre y desnutrido submarino que buscaba ya la retirada de menesteres tan guerreros. Los detalles, creo que sobran en esta historia. No pude resistirme a sus encantos y aquella noche hicimos el amor. Pese a mi arrepentimiento, pese a mi pesar, Cristina hizo todo lo posible durante las siguientes semanas para exculparme de cualquier responsabilidad. No sólo eso. Me confesó que hacía muchos años se sentía muy atraída por mí, era amor, pero no amor de hija. Como me pasaba a mí, ella no me sentía como un padre, sino como otra cosa. Me dijo que sólo sabía que quería estar conmigo, en mi cama, besarme en la boca y que cada noche la hiciera suya. Quedé absolutamente atribulado. Mi primera reacción fue la de huir. De hecho lo hice. Estuve una semana sin verla, huí de casa. Al cabo de ese tiempo volví y vi a Cristina rota, llorando y suplicando que no volviera a irme, que yo lo era todo en su vida y que su felicidad dependía de que yo estuviera con ella.

Acepté no volver a huir, pero intenté que comprendiera que, además de la diferencia de edad, nos separaba todo lo que entre un hombre y una mujer les puede separar. Ella, lejos de entenderlo, hizo todo lo posible para que yo entrara en su juego. Lo hizo como sólo una mujer de su edad y su atractivo lo podía hacer. Sabía que yo era un hombre tosco, solitario y sabía que me hacía falta su cariño aunque nunca se lo hubiera dicho. Atacó en el flanco más débil. Un año más tarde, tras muchos tiras y aflojas y su incansable acoso, Cristina y yo teníamos una relación adulta.

Por supuesto que todos pusieron el grito en el cielo. Mi familia dejó de hablarme. Sus amigas no lo comprendían. Vivimos en una burbuja en donde sólo nos teníamos los dos. Ella era feliz, juraría, aunque no lo aseguraría, que era incluso más feliz que antes. Pasamos dos años más así. Llegó a enternecerme, a cambiar mi modo de acción y reacción. Cristina moldeó en mí algo que aún no logro entender. Creo que moriré intentando explicar por qué sucedió y qué hizo para que yo llegara a un estado de ‘acolicismo’ total. Porque era un ser totalmente acólito de ella. De sus palabras, siempre adulándome. Para ella yo era el mejor, no había nadie como yo. Nunca creí aquello pero sus demostraciones me hicieron dudar. Pero lo que realmente hizo someterme a sus caprichos fue el sexo. Fue un auténtico esclavo de sus peticiones más bajas, más degeneradas. Pese a mi edad, nunca había hecho tantas cosas en ese aspecto. Me abrió un mundo totalmente enfermizo. Si al principio, durante el primer año, fue ella siempre la que venía a por mí para hacer el amor, tiempo después acabé siendo yo el que la buscara para hacerla mía. Me pedía que la azotara mientras la penetraba. Me pedía que la llamara ‘puta’, quería que le dijera que ella era ‘mi putita’. Me pedía que hiciera y dijera cosas que nunca antes había dicho o hecho. Al final caí en aquella enfermedad y el sexo se convirtió en algo inexplicable y sucio.

Ella contaba alrededor de unos treinta años cuando todo acabó. Y no finalizó porque yo quisiera. Sucedió que conoció a otro hombre sólo un poco menor que yo pero también con cierta diferencia de edad. Fue realmente traumático. Dejó la casa después de más de dos décadas. Para ella resultó demasiado sencillo desprenderse de los recuerdos, de nuestra relación, de todo cuanto habíamos vivido. De un día para otro su amor se había acabado. Cuando supe quién era mi sustituto enloquecí. Quería matarlo porque ella era  ‘sólo mía’. La chantajeé sentimentalmente, le dije que si no volvía conmigo, lo mataría. No fue una amenaza al aire. Realmente estaba totalmente fuera de mí. Ella se apresuró a llevar acciones para que él cambiase su rutina y yo no pudiera verlo ni encontrarlo. Durante tres meses continué con mis chantajes sentimentales, la buscaba hasta en el último rincón. Incluso en varias ocasiones acabamos de nuevo en la cama en lo que resultaba la más burda de las infidelidades hacia su nuevo ‘hombre’. Empero, las cosas habían girado ciento ochenta grados. De repente ella era fría, distante, rehusaba siquiera decirme o hacer algo que conllevase ya no sólo amor, sino incluso cariño. Por el contrario, yo me convertí en su mendigo, adorándola y venerándola de una forma en la que nunca imaginé que llegaría a hacer.

Recuerdo perfectamente aquel dieciocho de noviembre. Después de varias semanas de tranquilidad en la que yo intentaba tranquilizarme con anti ansiolíticos y con ayuda psiquiátrica, ella apareció de repente en mi casa, en la que había sido nuestra casa. Cauta y comprensible, había llegado con un solo fin: pedirme dinero. Necesitaba una importante suma para realizar un máster. Tras firmarle un cheque por valor de doce mil euros, se despidió de mi con un suave beso en mi mejilla. Antes de atravesar por última vez la puerta de la casa se giró y me dijo: “te prometo que te llamaré, nos veremos pronto”.

Nunca me llamó, y nunca volvimos a vernos cara a cara. Han pasado ya varios años desde entonces. Durante los primeros meses mi tiempo de ocio lo dediqué a seguirla, a observar todo lo que hacía. Las recomendaciones de mi psiquiatra y las pastillas que tomaba me obligaron a dejar de hacerlo. Estuve mucho tiempo narcotizado y acabé perdiéndola de vista. La resaca de Cristina no acabó nunca.

Más, la razón de escribir esto obedece a que después de mucho tiempo he vuelto a ver a Cristina. La ví en un lejano parque. Pasaba con el coche y como si el destino me quisiera decir algo, la puso delante de mí. Ella no me vio. Yo aparqué y la observé. Estaba con otro hombre. Ambos reían, se acariciaban, se besaban. Eran felices. Rezumaba felicidad por todos lados. No había ni un solo gesto en su cara, ni en su cuerpo que pudiera hacer pensar que nuestra separación resultara traumática para ella.

Lloré con ligereza. Tranquila y pausadamente me fui de allí. Nunca olvidaré aquellas horas con aquel otro hombre. No olvidaré sus gestos desprendidos de cualquier preocupación. No creo que haya llegado a entender que para ella sacarme de su vida resultase tan sumamente sencillo. Sé que nunca más la volveré a ver, nunca me llamará y nunca lograremos solucionar nada. Egoístamente quisiera que no fuera feliz, que no pudiera reír, que supiera si acaso en un nimio porcentaje lo que he tenido que pasar por intentar superar lo suyo. Intentarlo siquiera, pues aún quedan muchos rescoldos, nada menos que cada esquina de la casa donde creció y todas las vivencias que tuvimos desde su primer abrazo, hasta que cruzó por última vez la puerta de mi casa.

Sin saberlo entonces, y no ha sido hasta hace poco que he logrado establecer el paralelismo con la obra de Kubrick. Creo que la felicidad nunca debería ser en detrimento del pesar de otros. No lo sé. He llegado a viejo sin encontrar repuestas factibles a cuestiones que para el resto parecen ser de fácil solución. Fui realmente feliz durante mucho tiempo, me mantuve firme en mis convicciones. Era un hombre de verdad hasta que ella me desdibujó con su desnudez, con su ardid sentimental. Aún después de todo sigo preguntándome lo mismo que el primer día, la pregunta que, pese a las numerosas respuestas, nadie ha logrado satisfacerme. Esa pregunta que cada día se repite. ¿Por qué?

Una caja vacía de tristeza


Porque en los frutos de la felicidad no siempre todo es blanco y maravilloso. La tristeza fue un compañero infiel que me engañaba en las esquinas con el recuerdo de aquella isla que abandoné casi como huyendo. De frente, sonriente, a veces tenso, muy callado, escrutante de todo lo que se posaba delante de mis ojos. Por detrás, la sapiencia de saber que era la última vez que vería aquellos pagos. Las playas eternas junto a aquel portentoso puerto; aquellas tierras eternas de cultivos, las costas de arena de cientos y cientos de kilómetros, la historia rebosante de algunos pueblos, la enhebrada urbanización de otros lares, la pérdida de una ciudad en ninguna parte, entre coqueta e hipócrita, el embrujo de la granada, los postreros días menores previo a la dolorosa despedida de la vida nómada. Porque la trayectoria dejó el vaso lleno y el vaso vacío. Llenos, vasos llenos riéndonos de nosotros mismos, de nuestra forma absurda pero orgullosa de recorrer, de conocer a personas, elogiar, convertir momentos en cuestiones únicas, de perder de vista los días y el itinerario. Convertir jueves en sábados, viernes en martes e inventándonos nuevos días de una semana que se quedaba demasiado corta. El invento no sirvió para nada. ¿Qué significaba un martes? No servía de nada saber el día del mes, ni el nombre que tenía aquella existencia porque simplemente vivimos, como vivimos desnudos el asearnos y almorzar detrás de un Camposanto, vivir la puta umbría riéndonos a carcajadas de nuestro orgulloso avanzar. Vasos vacíos, vacío de saber que aunque lo intentara, las personas serían pasajeras, los lugares efímeros, los recuerdos olvidadizos y en particular, pasaría de la ferviente y cariñosa compaña, a la más absoluta de la soledad. Pasaría a recordar a intentar revivir, a llorar por no estar. Las inevitables comparaciones con mis compañeros de vivencia, sintiéndome ignoto a su lado, cuasi prescindible ante su notoria vivacidad de los acontecimientos y mi, a veces, timorata conducta que denotaba, sin duda, la falta de experiencias. Aquellos días descubrí una felicidad que sobró. No me hacía falta aquello, más, el destino me lo proporcionó. Hoy lloro de tristeza lo que más adelante comenzaré a recordar como un viaje idílico, ayer no lograba engarzar todos los acontecimientos precipitados a la vera del astro rey que dejó su huella en cada parte de nuestro cuerpo. Obtuve ósculos y amplexos que no pedí pero que necesité. Aturdido hoy, intento comprender cómo se puede querer lo que no pediste tener. Ahora meditabundo y taciturno, comienzo a comprender que en la caja de nombre felicidad, persiste una llamada tristeza que, si tú quieres, puede apenas ser perceptible si te empeñas en vivir con amor, pasión y tranquilidad lo que el destino y los amigos te ofrecen sólo una vez en tu vida. 

No hubo mañana


La rabia, la extrañeza de aquel lugar. Hacía mucho calor. El terruño no ofrecía más posibilidades que otear un horizonte de cultivos de regadío, tan monótono como los días. Porque todo se vivió de noche. En la noche en la que nevó tan sólo en la punta de la nariz. Cada noche era volver a empezar de cero. Cada ojos, una mirada, y cada sonrisa, un beso. Al cabo de poco tiempo, a otra cosa. Imberbe y promiscuo de pensamiento acompañado de acción, convertí aquellas noches en algo que llevaré a sangre y fuego en el alma. Quedará aquel brebaje absurdo y sus aún más absurdas formas de beberlo; quedarán aquellos amaneceres sonámbulos que sólo intentaban buscar el pasar de las horas hasta el siguiente experimento que podía ser el que el destino y nuestra mente abierta, convertida en dictadura, nos ordenara. Aparecían portuguesas, estadounidenses, alemanas, italianas, coreanas…aquellas calles de aquella ciudad de vestigios árabes nos prestó la bondadosa caridad de ver y conocer y un crisol de culturas de bellísimas mujeres. Y de noche volvíamos a comenzar, bebiendo con rabia por la puta vida que no nos proporcionó lo que debía. Llegamos al interior, a las antípodas del Edén, nuestro particular averno, al que caímos poco a poco, sin avisar y sin darnos cuenta. Derrotados ya, vivenciábamos todo lo que había ocurrido precipitadamente, como si nos hubieran echado una jarra gigante llena de agua helada. Nos sobrecogían tantas mujeres, tantas cuestiones que pasamos con nombre y apellidos. No nos conformamos con recorrer, queríamos vivir, queríamos amar, y algunos como yo, lo hicimos sin distinguir si lo que hacía era bueno o malo. No existía el ángel de la guarda, no existían los remordimientos, no existía porque mañana, siempre mañana, volveríamos a empezar a olvidar para yuxtaponer lo anterior con nuevos espacios de vivencias y de percepciones, quizás falsas, de una vida que sólo la íbamos a transitar una única vez. Y eso provocó, al menos en mí, una mezcla de felicidad y de rabia. 

Olor a ron


De copa en copa íbamos todos en aquel lugar lejos de cualquier territorio que antes hubiera conocido. El olor a ron inundaba por completo aquel terruño frágil y arenoso. Y entre tanto alcohol, la posibilidad de bailar se volcó del imposible a lo realizable. Y así fue. Aquellas carpas repletas de bellas y voluptuosas mujeres, era el Edén para nuestros ojos. Los bailes etílicos con la copa en la mano tan sólo pretendían buscar la solución al paradigma de toda la senda de mis tres décadas de existencias, el amor, la mujer que siempre se resistió. Aquello era casi un océano de damiselas y yo estaba dispuesto a todo por el amor de una de ella, de una que solapase, que soslayase todo el sufrimiento adherido a mi vivir. Pero nunca valió una sola razón para optar a aprobar la reválida del amor aunque sea tan bien intencionada como errante la posibilidad utópica de acabar, aquella noche, además de la borrachera, con unos carnosos labios de mujer que besar. De fondo, un hilo musical que bien podría haberse adherido a una vana circunstancia, pero pude reconocer algo que antes no tenía sentido. Hoy aquel olor arranca de mí un recuerdo febril de noches llenas de pasión…

Realidad, sueño o ambos


Un día. Fue sólo unas horas durante el tiempo que dura la luz solar sobre mi cabeza. Me paré en aquella playa, una de tantas y tantas que pisé, en las que dormí. De pronto escuché de nuevo aquella voz y viví un sueño escuchándola a cada hora. Soñé que despertábamos juntos, cogidos de la mano. Soñé que hacíamos el amor tres veces seguidas por la mañana. Soñé que teníamos una conversación sublime, que haría que me sintiera el hombre más afortunado del mundo siendo tan sólo uno más. Soñé que escuchábamos música, que nuestros descubrimientos nos maravillaban, que nuestras vehemencias vencían a nuestros razonamientos. Soñé que nos dábamos la vida durante al menos unos pocos días para luego ir a morir en el mar de la rutina acompañados de la soledad de cualquier alcornoque. Soñé con que escrutaba cada milímetro de su cuerpo, sus ojos verdosos. Incluso soñé con algo más a largo plazo. Al pensar en todo aquello sentí una bonanza espectacular. Hollé una felicidad intrínseca en mi imaginación, sólo con el fondo de una voz que me devolvió a mi ser romántico. El sueño fue sencillo, duró no más de lo que dura un día a principios del mes de septiembre en el sur de España. Y fue fantástico estar en aquel lugar donde, aunque caminara hasta la línea del horizonte, el mar nunca me llegaría a cubrir más allá de mi cintura. Porque así era el sueño imposible que se hizo realidad. Un océano en el que yo era tan grande, tan gigante, que le ganaba la batalla al mar, y como tal, aquel sueño era posible. Y lo fue…vaya si lo fue. Lo viví. No, no fue un sueño, todo aquello lo recordé, como recordé aquellas tres palabras que lo iniciaron todo: Te quiero…conocer. Y entonces vivimos los momentos más inolvidables. Nunca la odiaré porque nunca la olvidaré. Quisiera haber hecho de aquella vivencia algo efímero, más, para mí durará toda la vida. 

Nómada efímero


Por aquellas tierras tan capitalizadas, relumbrantes, famosas y heterogéneas, desperté durante algo más de una semana. Esos amaneceres siempre tenían un sentido. El sentido de coger sol, de bañarme hoy en el Atlántico, cerca del Golfo de Cádiz, mañana al sur del sur de Iberia, al día siguiente en aguas del estrecho. Más tarde llegó el cálido Mediterráneo para acabar ahogado con el agua por las rodillas sempiternamente en el Mar Menor. Recorrí kilómetros, más de mil kilómetros tan sólo con un par de mudas de ropa, el saco de dormir y los enseres más básicos, sin lujos. Pintando la vida de lo que otrora antes todos éramos, nómadas del mundo. Una existencia que podría echar de menos. Aunque no echaré tanto de menos esas vivencias como el pintarme cada día con los regocijos de la compañía femenina necesaria, del calor, de un techo, de no estar a la intemperie. Clavarme en un corazón, necesitado de encontrar esos “clítoris detrás de las cortinas”. Con suma tranquilidad cada día lo vivía ‘como si no hubiera mañana’, así estaba tranquilo, daba igual todo porque cada día moriría en cualquier sitio y el proseguir no me depararía el mismo lugar, ni las mismas sensaciones, ni las mismas emociones, unas veces paroxiales, otras nimias. Floté en una vida única sin olvidar esos amaneceres, siempre al alba, muy alba y escuchando en mi cabeza, sólo en mi cabeza, cómo entonces me pintaba la vida con un decorado tan solaz, rutilante y maravilloso. Nunca te olvidé. 

A otra cosa


Cuando escribo esto, un día ‘X’, me encuentro en la segunda planta de la biblioteca general de la Universidad de Alicante, desde donde puedo ver todo el valle y parte de su ciudad asociada. Al fondo, montañas, cuestas, pliegues y un montón de formas estructurales y formas de erosión. Aquí recomienza mi vida de forma inconsciente. No me doy cuenta aún del calado de mis decisiones, no me doy cuenta aún de que en menos de dos semanas, comienza mi último reto académico, probablemente sí, el último de todos, la última oportunidad para mi gloria personal. Comienza sin avales, sin redes y con mucha, muchísima incertidumbre acerca de lo que podrá suceder en otros menesteres. Observo este lugar y su magnitud y me doy cuenta, aquí sí, de lo absolutamente solo que estoy. Aún no he logrado hablar con nadie de este lugar, lo cual es lógico. Ya he dicho que me cuesta relacionarme, que mi capacidad para sociabilizar es reducida. Todos se quedan con lo bueno –por suerte-, que es lo mucho que hablo y algunas que otras cosas más. Pero no voy a quitarme ahora la máscara de lo obvio. Estas sensaciones chocan, son ambivalentes, buenas y malas, asertivas y terroríficas. No conozco este lugar y estoy todo lo limitado que una persona puede estar. Después del viaje de gracia de casi tres mil kilómetros desde Tenerife hasta Alicante, llegar aquí ha supuesto un recomenzar como bien he dicho. Sí, ya lo sé. Que si los inicios no son sencillos, que yo lo conseguiré, que estoy capacitado, que tengo que echarle huevos, etc, etc, etc… Todas esas cosas que se suelen decir en estos momentos. 




Lo cierto es que siento rabia por no lograr disfrutar del momento todo lo que quisiera. No esperaba echar tanto de menos mi origen. El hecho incluso de decirlo me desasosiega. Aquí paso totalmente desapercibido. No soy nadie y me siento así. No me siento original, no me siento especial por nada ni por nadie. Sí, buscaba en parte esto, pero no esperaba esta amalgama de sensaciones. Estoy tranquilo, demasiado. Es seguro que en unos diez días comience otra etapa de esta nueva etapa. El comienzo del máster hará cambiar esta tranquilidad, este remanso de paz en otra cosa. No sé si deseo seguir viviendo este impasse o volver a la acción. Uno puede llegar a acostumbrarse a la insustancialidad de una forma, como he dicho, ambivalente. Escuché que para nuestro desarrollo psicosocial necesitamos cierto grado de insustancialidad, que es necesaria para poder tener una vida de verdad, empero, algunas personas necesitan llevar un camino de importancia, relevante, alejado de la sin sustancia al menos por un tiempo. Creo que mi etapa ‘sosa’, sin cloruro sódico, desalada, tocará a su fin…en teoría o al menos eso espero. No sé yo si soportaría tanta insustancialidad, no sentirme útil para los demás o para mí mismo, sentirme tan despojo o parásito. Llevo más de dos semanas aquí y sigo siendo forastero. Soy ese ser invisible para todo el mundo, que en parte quiere seguir siéndolo, pero por otra parte, quiere formar parte activa del paisaje, algún tipo de paisaje, da igual si humano o natural (me gustaría más el segundo).

Llevo tiempo barruntando una idea que igual es solipsista o precoz en este momento. La diferencia entre marcharte de tu lugar –aunque no sé hasta qué punto Canarias es “mi lugar”- por motivos sentimentales o por motivos personales. Entiéndaseme esta última afirmación. Es decir, irme por razones de amante que ha encontrado otra amante y que se va a otro emplazamiento para sentirse regocijado con la compañía sentimental necesaria de otra persona. Por la otra parte, irte por ti mismo, sin una salvaguarda sentimental que te espere en tu destino. Haciéndolo sólo por ti, con tus seguridades e inseguridades –ganando más éstas últimas-. Es una diferencia abismal que aún me cuesta explicar, ponerle las palabras necesarias y probablemente pasarán meses antes de que pueda explicar bien las diferencias.

Este lugar sigue sin tener la más mínima sustancia. No tiene nada que me llame. No puedo caminar por el monte porque está lejos y es de difícil acceso. Ir a cualquier lugar me recuerda a mi canción, hecha por Marwan que dice “encuentro mil lugares donde irme pero ningún lugar donde quedarme”. Creo que ahora mismo es una de las mayores certezas de mi existencia. Da igual si esté en Alicante o China, ahora mismo no necesito un nuevo lugar (necesitaba salir de Tenerife, es otro hecho cierto), quizás tampoco necesite este máster. El máster era la excusa perfecta para salir de la isla. Es lo que yo he llamado varias veces: Plan B.

Conste que esto que voy a decir es un poco…pues eso, maleable según circunstancias y sobre todo tiene muchos matices. Siempre me he considerado solitario, un tipo que ha estado más tiempo a solas que en cualquier tipo de compañías (amigos, pareja, familia, etc…). Mi máxima durante más de una década fue: “Si nadie está conmigo para hacer lo que yo quiero, no dejaré hacer esas cosas”. Y por eso salí de noche, de fiesta o a caminar. Por eso viajé sólo con mi mochila, recorrí y hasta hice cosas muy locas en mi mundo. Siempre tuve un miedo, algo que todos tememos: acabar tus días totalmente sólo y lo que es peor, sin una mujer que te ame. Mi máxima aspiración fue tener una mujer que amase y que yo pudiera amar, pues creo que en lo más personal, en lo más intrínseco, además de tus logros académicos e intelectuales, lograr ser compatible con alguien es algo tremendamente difícil. Al menos para mí lo ha sido así siempre porque no ha dependido de mí. No ha dependido de mí en exclusiva que una mujer me amase pese a mi ‘promiscuidad’ sentimental. Así, me imaginaba y tenía fe en que todo saldría bien, que ese miedo se solaparía fácilmente cuando llegase la mujer por la que lo diese todo. Estaba convencido de que al llegar a la treintena todo estaría solucionado porque además, siempre he puesto de mi parte…aunque haya cometido errores.


Me marqué un objetivo. Esto sigue siendo real. Dije que no estaría esperando o buscando el amor toda la vida. Que la vida sin amor es…como lo es ahora para mí: insulsa, insustancial, demasiado poco importante para lo que yo requiero en mi mundo. El mundo no tiene color, es una hoja en blanco, algo en blanco y negro, triste sin tener a una mujer por quien expresarle todo lo que sientes. Es mi vida, así soy yo (o lo era hasta hace poco). No estaba dispuesto a seguir doliéndome y maltratándome sentimentalmente a mi mismo por el dolor que causa el ser rechazado siempre que te fijas o sientes algo por alguien. Llegas, como llego yo ahora, a ser quien no eras: un cobarde. Temes al rechazo, zozobras sólo con la idea de tener que intentar borrar un sentimiento más si cabe si eres alguien como yo, que nunca olvida del todo lo que siente por alguien. Aún sigo queriendo a mi primera novia de verdad, la asturiana, quien está casada ahora mismo y que si algún día me dijese algo, creo que no tardaría mucho en pisar sus terrenos. Y haría lo mismo por las dos o tres mujeres que más y de verdad he amado en mi ida (porque las sigo amando).

Como decía, no estaba dispuesto a seguir la espera, la búsqueda o mejor dicho, no estaba dispuesto a superar un Everest en cada rechazo. He tenido mucha suerte, la verdad sea dicha. He amado con pasión, con cabeza, y he recibido muchísimo amor, mucha devoción, me han dicho palabras que nunca me creí, que me hicieron sentir el hombre más dichoso del universo. Tuve suerte de ser amado y de amar. He conocido además, a mujeres con las que no he tenido nada, pero que estoy seguro de que, en un mundo justo, hubiesen sido ese tipo de mujer que, cuan arquitecto, diseñas como “perfecta” con sus imperfecciones. No sólo eso, sino que me he sentido bien tratado por ellas, he albergado ese amor maduro de quien sabe que, quizá en otro momento, en otras circunstancias, todo podría haber resultado. Siento esa tranquilidad, la de haber sido bendecido con esas suertes.


Pero no fue suficiente y la suerte no se alió de mi lado. Por eso, no hace demasiado planteé lo que crípticamente definí como Plan B. En mis tres décadas he experimentado muchas sensaciones que han soslayado –por suerte- la ausencia de amor (que creía lo más importante de la vida). Ayudar a otras personas necesitadas, ver la pobreza de los pueblos, incluso aferrarse de forma descarada en la ciencia que amas –la Geografía-; son cosas que me han enriquecido como persona, aunque no es, ni mucho menos, un camino ya recorrido. Todo lo contrario. No es que el amar a una mujer esté reñido con esto último, se trata de prioridades. A partir de ya mi prioridad es lo que acabo de decir. Ayudar a los necesitados, aprender a hacerlo, dejar de sentir temor por ello y, como de hecho estoy haciendo, dar mi vida por la Geografía, en este caso el máster, que está definido para geógrafos. De ahí que mi destino final, salga o no salga bien el máster –dependiendo de becas-, mi destino ha de ser Centroamérica y el trabajo con una ONG que me brinda la posibilidad de establecerme allí al menos medio año. Me dicen, sé, aunque no de primera mano, que el lugar a donde voy es peligroso, uno de los países del mundo con mayor índice de criminalidad y homicidios del mundo; que es una aventura total. Sé que yo, como soy ahora aquí, un nadie, en Centroamérica seré eso mismo elevado a la décima potencia –como mínimo-. Y sé que hay probabilidades, si no me cuido, de que mis días acaben por aquellos lares. No busco un desenlace prematuro ni un suicidio. Mi idea es poder estar allí mucho, mucho tiempo, años inclusive. Ver la otra cara del mundo, no por un ratito, sino estar, mascarla, convivir con ese estado permanente de grandiosidad que supone las circunstancias. Ser feliz y estar a bien en un lugar totalmente opuesto al que estoy es la antítesis de lo que soy ahora.

Y no es un camino sencillo. Aún creo que llegará alguien que me ‘salvará’ en una explosiva paradoja, pues creo que mi salvavidas es lo que estoy haciendo ahora, este sueño. Aún creo que llegará alguien; pero en el fondo sé que esto es sólo lo que dije, un impasse, Alicante, el máster. Alguien me dijo no hace mucho que en realidad yo era un inconformista. No estoy de acuerdo…o no del todo. Hay muchos tipos de inconformismo. El mío pasa por unos mínimos, y no he logrado los mínimos. No quiero pasar veinte años en casa de mi madre buscando un trabajo imposible, esperando o buscando una opción para no estar sólo. Prefiero estar sólo que con cualquier compañía que solapase unas necesidades, hoy día controladas. No sé si logro explicarme.

Yo planteo esto de una forma cruda, con palabras que suenan a frialdad, pero no es así. En mi cabeza hay demasiada frustración, muchas lágrimas ocultas de las que nadie sabe nada. Hay una enfermedad que se ha enquistado, convertida en crónica y que difícilmente tiene cura. Se llama soledad y me ha llevado a mirarme al espejo y a sentirme extraño con una mujer o en compañía. Mi estado natural es la soledad, es estar sin nadie al lado. Lo contrario sería una rara vis. Esa es mi realidad ahora mismo desde esta biblioteca, desde Alicante. “The final countdown” ha comenzado.


Enhebrar fantasías


Podría haber estado en el mismísimo desierto, atisbando a lo lejos cualquier mar agridulce, pero estaba en aquel Mar Aral, en aquel Lahar. ¿Importa el nombre? Ella estaba con un vestido blanco y miraba a todos con altanería, con una soltura que hacía que la repudiara. Bajo el sonido de aquella inolvidable multitud durante varias noches siempre la vi sola, con una copa en la mano, mirando por encima de su hombro, sabiéndose la deidad de aquellas fiestas lustrosas. Celebraciones que para mí fueron únicas en mi vida. Por mirarla, tan sólo por mirarla, atraído por su coquetería de alta escuela, a punto estuve de sacar la violencia por defender la libertad a mirar e imaginar que ganando aquella pelea, la fantasía acabaría con ella y yo en la cama para curar la herida que apenas veinticuatro horas antes había provocado en mi llanto y desesperación. Más éste corazón salvaje, rebelde, no sólo acabó con dignidad, sacando a pasear la oratoria de un tipo noble, sino que además se desprendió de aquella mirada allende otras mujeres que, aquellas noches, noches de fantasía, me regalaron los primeros besos en muchos años. Besos que no olvidaré en mucho tiempo pese a este corazón molido. Porque aquellas noches las recordaré siempre bajo mis sábanas recordando sus dulces y divinos ojos.