De mi experiencia veraniega
podría sacar muchas conclusiones, o muy pocas, porque nunca se sabe… La
experiencia de la que hablaré es sencillamente baladí. La podría resumir en dos
palabras “Diferentes idiomas”. Es curioso lo complicado que hablar con el mismo
significado de las cosas entre personas que hablan el castellano. No hace falta
que uno hable el español y la otra el japonés, no, no. Porque dos personas del
mismo territorio, del mismo país pueden tener diferentes idiomas. Yo en
particular puedo jactarme ufanamente de que puedo llegar hablar casi todos los
idiomas, al menos entenderlos aunque no me sepa expresar. El problema es cuando
la otra persona te culpa a ti de no entenderla y no ve que haces todo el
esfuerzo humano para hacerlo, que lo haces y a cambio, cuando lo logras te
espeta un ¡¡JUDAS!! Tú piensas: “Coño, si no soy creyente”. Esto igual no viene
a cuento, pero es un ejemplo básico, simple y al mismo tiempo complicado de lo
que intento decir. ¿A que cuesta entenderlo? Pues así me he sentido yo. Esto me
pasa más a menudo de lo que yo expreso. Pero cuando encierras en cubículo
estrecho a esas personas (en este caso la otra y yo), pues lo que pasa es que
tú te hartas y la otra persona se frustra y te ve enemigo.
¿Ponerlo más simple? Fácil: De
nuevo mi carácter, mi forma de tratar a las personas es un impedimento para
llegar a hacer una amistad, para lograr llegar al corazón de los seres a los
que desinteresadamente –y esto debería subrayarse, pero no seré yo el que lo
haga- has ayudado, apoyado y dado más de un voto de confianza. Te has hecho de
su partido y has obrado por amor a esas letras. Más, aunque quiera e intente
predicar con ello, por más que diga que no espero nada de nadie, al final
acabas esperando aunque sea lo mínimo. Y cuando no te dan nada y te sientes
solo, aislado y encerrado en un pequeño cubículo, te sientes preso de tus actos
y palabras. Pienso: ¿Por qué obro desinteresadamente? ¿Por qué defiendo al
demonio? Y hete aquí una cuestión: ¿Quién es demonio: la otra persona, yo, o
ambos?
Jugando con esta frase: “Eres un
Narcisista. No puedes creer que todo es culpa tuya a no ser que te creas
todopoderoso, entonces te gusta sentirte culpable”. Pues como buen síndrome de
Narciso, según esta sentencia, prefiero echarme la culpa a mí y cargar con el
peso de creerme Todopoderoso. Es curioso, siempre he pensando que no echarle la
culpa o exculparlos de las obras era un signo de humildad. Ahora comienzo a
atar cabos. Cuando pienso en que me gustaría acabar con la tristeza de todos
los que quiero, regalar dinero a todo el mundo, acabar con el hambre, hacer
felices, etc, etc, pienso que me gustaría ser Todopoderoso para no sentirme
frustrado. Pero nadie es Todopoderoso, y yo menos. Inherentemente pienso que
puedo con todo y he tardado casi tres décadas en darme cuenta de eso. Que si
acaso pudiese arreglar mis propios problemas, no quedar atrapado en mi mismo y
caer, ya sería un triunfo. Siguiendo este complicado y ancho hilo, ¿debería
echar la culpa a otros? He visto y comprobado ese comportamiento. Cuando haces
eso te sientes pusilánime, puedes llegar a sentir frustración, envidia, celos
porque crees no merecer lo que te ocurre, por eso echas la culpa al otro. ¿Es
que Justicia es tan difícilmente ecuánime que hasta a nosotros mismos nos
cuesta juzgar lo que es nuestra o ajena culpa? No me gusta, nunca me ha gustado
en edad adulta echar la culpa a los demás. Por el contrario prefiero mirar
hacia mi mismo, ver los errores que he cometido para que algo saliese mal. Me
doy cuenta de que esta forma de operar en mis actos tampoco es correcto, que he
de buscar el complicado equilibrio.
Muchas veces, demasiadas diría
yo, nos cuesta hablar el mismo idioma, el de nosotros mismos, no con respecto a
los demás –que también-. Me refiero a entendernos, a conocernos. Lamentándolo
mucho por quien piense lo contrario, no creo que nos lleguemos a conocer del
todo en todo momento. En diferentes momentos de la vida hablamos diferentes
idiomas, aprendemos otros y nos cuesta volver al básico, el que comenzamos.
Igual nos mudamos de lugar en nuestras vidas y aunque hayamos nacido y vivido
en Japón durante los primeros diez años de vida, luego nos mudamos a Alemania,
aprendemos el alemán, nos quedamos allí hasta que fallecemos y lo que nos queda
de japonés, además de nuestros rasgos físicos –los ojos rasgados-, es sólo la
partida de nacimiento. No sé si alguien me “capta”. ¿Nos entendemos? ¿Hablamos
el mismo idioma?
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