Abro los ojos. Me levanto. Cierro los ojos. No sé qué hora es. ¿Dónde estoy? ¿Estoy vivo? Esta cama sabe demasiado a alcohol mezclado con una soledad bisoña. Ya la conozco, me es familiar. Mis pasos van mecánicos a ese sonido de saxofón inútil y silencioso. ¿De dónde procede? Demasiado atribulado. Anoche estaba absorto en un mar de arena. La vía del tren me llevó hasta aquí. Las paredes parecen de cartón, se van a caer sobre mí. Todo se derrumba como el mundo que se creó en días. Es un suspiro en geología, pero tanto se construyó que dio tiempo a nacer, vivir y morir. Un suspiro que dio tiempo a todo, sin embargo el mundo hoy no es mundo, tan sólo un diminuto satélite. Me voy a la cocina. No hay nada en la nevera. Sólo latas de cervezas vacías y otras sin abrir, rastros de una comida incompleta. La ventana está abierta y sopla ligera la brisa, lo suficientemente fría como para percatarme de que estoy sin ropa. Ese viento es gélido y seco. Se nota que el invierno se resiste a dejarnos sin vestidos con los que protegernos. Regreso a la cama y me pongo harapos para no empeorar mi estado. Los puros que fumé anoche hoy me han dejado el sabor que sus besos no me quisiera abrigar. Voy recordando lo sucedido.
Mi estado aún es taciturno, turbio, como la realidad que ha venido azorándome. El sol parece que por fuera quema. Y mi vida, en llamas. Decido salir a la calle en busca de un apaga fuegos. Mi vida está carente de todo rostro humano y lo mejor que puedo hacer es buscar al destino y retarlo. Por